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Arturo Bosque

PENSAMIENTOS CANTANDO EL ALLELUYA DE HAËNDEL 

Por José-Luis Félez Soriano

 

Amigos:

            Prometo no daros más la tabarra durante un tiempo. Actuaré como un amigo mío que dice con cierta frecuencia: “¡Qué guapo estoy con la boca cerrada!”. Pero tras el estruendo del Tambor, el dramatismo del Vía Crucis y el dolor humano de la Vida y Muerte, quizás no esté muy fuera de lugar esta exultación del Alleluya, una vez acontecida la Resurrección.

            También fue escrito en agradecimiento por el fruto de la Coral Parroquial a favor de toda aquella gente que acudía con fervor e interés a las misas que armonizábamos. ¡Cuánto y qué bueno me ha proporcionado la música y en especial el canto coral, en todos los órdenes de mi vida!

            Hice una grabación en cassette en la que recitaba lo escrito y en el punto segundo, donde figura un asterisco entre paréntesis, arrancaba los sonidos del Alleluya, coincidiendo ambos en un final gozoso.

            Que estos pensamientos míos tan viejos, tan actuales, os sean favorables y permitan que gocéis más de un feliz acontecimiento: CRISTO HA RESUCITADO.

                                                                                                José-Luis Félez Soriano

                                                                                                    Zaragoza, abril 2006

PENSAMIENTOS CANTANDO EL ALLELUYA DE

HAËNDEL

(A modo de XV ESTACION)

(Domingo de Resurrección. Parroquia de Ntra. Sra. de los Dolores)

La atención está fija. Las voces prestas. La mano en alto, recorriendo todas las caras, todas las miradas, reclamando más atención, exigiendo plena concentración, como si el buen comienzo asegurara un final feliz.

            La mano, al fin, abre el primer compás y el órgano, impetuoso, violento, explosivo, rompe el silencio y, alegre,  (*)  ofrece todo su jugo ante la imperativa llamada de unas manos fuertes  y sensiblemente decididas.

            Y un rosario de Alleluyas, que aguardaban su momento apelotonados en las gargantas, salen rítmicamente, midiendo perfectamente compás y tiempo, ocho alleluyas recios, bravíos, dulces, agudos. Ocho veces “alleluya”..., treinta voces “alleluya”... ¡240 “alleluyas”!

            Miro las caras atentas, entregadas a mis manos y siento el orgullo indescriptible de ver aunadas treinta voces y un órgano a mi solo movimiento, mientras Cristo, abajo, se está repartiendo.

            ¡Treinta voces “alleluya”! ¡Treinta voces “Gloria a Dios grande, Omnipotente...”! Algo ha ocurrido que trastorna la unidad... Gloria a Dios Grande y Omnipotente... Sí, de este grito común arranca el motivo. Treinta voces dando gloria a Dios grande y omnipotente han enardecido los corazones, que no las caras y ahora los “alleluyas” se disparan con orden, sí, con compás y ritmo, sí, pero encorriéndose unos a otros, confundiéndose entre sí. Ya no suenan a la vez, no se pueden permitir el lujo de hacer un silencio común; los “alleluyas” se han vuelto locos, fieros, hasta que la vuelta de la página nos trae un silencio.

La locura, la fiereza han remitido. Los “alleluyas” han desaparecido, agotados, a reponer fuerzas y otra vez treinta voces conteniéndose, con temerosa ternura, reconocen que “sólo Él Rey será” recreándose en el final. Hasta que en tono solemne, con convicción, afirman que “junto al Verbo, sobre el mundo, imperio tendrá”. Voces graves aseguran que “por siempre Él reinará, siempre reinará”. Voces fuertes que lo confirman, voces suaves que lo reafirman, voces agudas  que lo lanzan a los cuatro vientos. Y mientras unos le piropean, “Rey del Sol, de reyes Rey”, suave, con dulzura primero y repitiéndolo hasta llegar a un supremo esfuerzo, otros insisten: “por siempre”. Y nuevamente con ímpetu, con orgullo, con alegría, con satisfacción, con gratitud, treinta voces vuelven a gritar “alleluya”. Viene un silencio. Dos tiempos. Y en un alarde de fuerza, de vigor, de contento, de esperanza, de vida, treinta voces, un órgano y una mano se unen íntimamente para dar el último alleluya. La nota final queda firmemente sostenida, sin temblar, expectante, y en ese momento de íntima satisfacción, de gozosa alegría, de profundo agradecimiento, con las manos en alto, con los ojos mojados, le dije a Dios una oración:

            Gracias, Dios. Gracias por tu asistencia, gracias por tu ayuda, gracias por tu comprensión, gracias por tu felicitación, gracias por tus gracias.

            Gracias, Dios, gracias por Juan Ignacio, (Juan de discípulo amado, Ignacio de apóstol bravío), gracias por sus manos en las teclas, por sus pies en los pedales, por su vista en la partitura, por su oído en el sonido.

            Gracias, Dios, gracias

 por los bajos, por su voz grave, amplia, por su seguridad.

            por los tenores, por su voz fuerte, recia, por su entusiasmo.

            por las sopranos segundas, por su voz suave, dócil.

            por las sopranos primeras, por su voz aguda, limpia, por su tremendo esfuerzo.

            Gracias, Dios, por mí. Por mi alegría ante algo bien hecho, por el orgullo que me hacen sentir, por obligarme a una entrega mayor y continua, por mis enfados, por mis gritos, por mi alegría, por mi amor hacia ellos, por mi cansancio, por mis nervios, por su cariño hacia mí, por su paciencia conmigo, por soportar mi malhumor, por compartir mis alegrías, por sufrir con mi sufrimiento.

            Gracias, Dios, gracias por su cariño entre ellos, por su amor entre ellos, por sus diferencias entre ellos, por sus celos entre ellos, por su orgullo entre ellos, por su comprensión entre ellos y también por su incomprensión entre ellos, por sus rencores entre ellos y por su perdón entre ellos.

            Gracias, Dios, gracias por todo esto que hace que nos sintamos hermanos, mientras Tú, ahí abajo, te sigues repartiendo.

JOSE-LUISFELEZ SORIANO

                                                                                                                           Zaragoza, 1.971