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Arturo Bosque

CÁNTICOS PARA UN CAMBIO

Por Laureano Molina Gómez.

 

   Lentamente, penosamente, ascendían por la ladera de la montaña aquellas pobres gentes con sus vestiduras rasgadas por el dolor y la angustia. La pobreza, la miseria, el sufrimiento se reflejaba en sus rostros. Eran como “fúnes peccatorum”, como cordadas de presos camino de las Galeras. Suspiros, llantos, chasquidos de látigos se mezclaban con sus oraciones. Subían hacia “lo alto” en busca de clemencia por sus pecados, y alivio para sus cuerpos y sus  mentes atormentados por el miedo a la peste que se había cebado en ellos. Era la temida Peste Negra. Y al ritmo de latigazos penitenciales en la espalda se escuchaba como música de fondo aque

“Díes írae, díes ílla,

Sólvet saéclum in favilla:

     Téstes Dávid cum Sibýlla”…(1)

Aquel cántico y aquella escena quedaron grabados en mí, para siempre. Me impresionó. La visión nos la ofrecía el gran Ingmar Berman con su película “El Séptimo Sello”. Año 1.957.

Les habían obligado abandonar el convento francés de Carmelitas Descalzas de Compiègne. Corría el año 1.794 en pleno Terror revolucionario. Del convento pasaron a la Prisión de La Bastilla. Aquellas frágiles monjas desfilaban de dos en dos cogidas por las manos, casi sin aliento, sin poder sostener sus cuerpos, hasta que una de ellas, y para infundir fortaleza, entonó el

“Veni Creátor Spíritus,

Mentes tuórum vísita:

Imple supérna grátia

         Quae tu creásti péctora”…(1)

Una tras otra aquellas monjas fueron cayendo a golpe de guillotina. Solamente, e inexplicablemente, se salvó la Vicesuperiora, cuyo personaje encarnaba la gran actriz Jeanne Moreau, y que más tarde daría al convento una nueva vida.

Aquel cántico, y en aquellas circunstancias, me impactó.

La película tenía por título “Diálogo de Carmelitas”, de Philippe Agostini y R.I. Bruckberger. Año 1.959. El guión se basó sobre “Diálogos de Carmelitas”, escrito por Bernanos.

Cuando en la Capilla de Seminario de Casablanca de Zaragoza cantábamos multitudinariamente los seminaristas, dirigidos por nuestro especialista en canto gregoriano, Manuel Pallás Badía (+ 1-VI-1.999), aquel

“Media vita in morte sumus:

quaem quaérimus adjutórem, nisi te, Dómine?

Qui pro peccátis nostris juste irásceris:

Sancte Deus, Sancte fortis, Sante miséricors Salvátor

     Amárae morti ne tradas nos”…(2)

¿Quien no se emocionaba ante aquel cántico que ponía los pelos de punta? Todavía cuando lo escucho en la intimidad no me deja indiferente.

Y cuando al final de la semana, el Domingo, antes de acostarse, cantábamos aquello de

“Frátes: Sóbrii estóte, et vigiláte:

quia adversárius véster diábolus,

tamquan léo rúgiens, circuit,

quaérens quem dévoret:

cui resístite fórtes in fíde.

   Tu autem Dómine miserére nóbis”.(1)

Y al poco tiempo las luces de nuestras habitaciones se iban apagando una tras otra, dejándonos en la más reconfortante oscuridad. Al despertar, un nuevo día radiante comenzaba en nosotros.

Venía a mi mente aquella enseñanza que mi abuelo me daba. “Se debe vivir con sobriedad, pero con dignidad”. Estoy seguro que ahora añadiría: “Resiste frente a la tentación para no caer, - “atrapado por el león rugiente de la propaganda” -, en el consumismo aniquilador de la persona y de su libertad”.

Las campanas del Vaticano volteaban sin cesar agolpándose unas sobre otras en un revoltijo alegre de sonidos inconfundibles. Era un ocho de Diciembre de 1.965. Los representantes de la Iglesia Católica cantaban al unísono:

“Te Déum laudámus:

te Dóminun confitémur.

Te aéternum Pátrem

     ómnis térra venerátur”…(1)

El entusiasmo y la esperanza anidaban en el corazón de las gentes de buena voluntad.

Atrás quedaban sesiones y sesiones de diálogo, de consenso, pero también de fuertes discusiones y enfrentamientos. El papa Pablo VI rubricaba los Documentos Conciliares. La esperanza se abría paso en todo el mundo. “Una nueva etapa comenzaba para todos”.

Había sido un anciano Papa, Juan XXIII, quien abría “de par en par las ventanas de la Iglesia para que entrara aire fresco y renovado de la calle”. Lo anunció un 25 de Enero de 1.959. Se inauguró el 11 de Octubre de 1.962. Y el Concilio Vaticano II terminaría después de tres largos años de estudio y de reuniones.

Dos Cartas del Papa Juan, la “Máter et Magístra” (15-V-1.961) y la “Pácem in térris” (11-IV-1.963) habían dado la vuelta al mundo haciendo reflexionar, y haciendo cambiar de actitud, con respecto a las gentes más humildes, a una gran parte de cristianos y no cristianos. Pablo VI daría un nuevo empujón con su Carta “Populorum progressio” (26-III-1.967).

El Vaticano II con su Constitución Pastoral “Gaudium et spes” (7-XII-1.965) sobre la Iglesia en el mundo actual impulsó a innumerables sacerdotes y cristianos al cambio de actitud y de vida hacia el mundo de los pobres. Muchos sacerdotes abandonamos para siempre la sotana, vestimenta habitual hasta entonces, y vestimos el mono de trabajo de las fábricas. No tenía vuelta atrás. “Poníamos la mano en el arado y miraríamos hacia adelante”. Nuestra vida comenzaba a cambiar.

Después de tantos años, la Iglesia volvía la cara al mundo. La liturgia se hizo mirándose frente a frente Pueblo e Iglesia. Comenzaron a hablar el mismo idioma. Y en esas relaciones cara a cara, Iglesia y Pueblo, se daban los fundamentos para la creación de la Comunidad Eclesial. Para ello era determinante la presencia física habitual y el lugar donde se encontraban las gentes en sus personales circunstancias. No solamente hombres y mujeres iban a las iglesias, sino que la Iglesia iba hacia las gentes. Y florecieron innumerables Comunidades Cristianas de Base. El “altar”, con humildad y sencillez,  se expandió hasta los lugares de trabajo, hasta el lugar donde habitaban las gentes. Y llegaron a ser una misma cosa.

Como muestra del ambiente que se respiraba en la Asamblea Conciliar veamos lo que decía Monseñor Pildain, Obispo de Canarias, el 28 de Septiembre de 1.965, pidiendo al Concilio que, puestos a condenar algo, se condenase al Capitalismo.

“Porque el ateísmo - ya lo dijo Pío XII – se difunde por causa de la pobreza y de la miseria entre los hombres. Las riquezas del mundo son de todos y no es lícito que, junto a enormes riquezas no explotadas, haya inmensa pobreza. Y estas desigualdades no se deben a Dios - como dicen algunos -, sino al capitalismo liberal, que abusando de las riquezas, permitió tantas injusticias entre los hombres y las naciones. Es al capitalismo a quien deberíamos condenar, de hacerlo con alguien, pues él es la causa y padre del marxismo. ¡Cuantos comunistas aceptarían encantados la fórmula que hace años proponía el cardenal Suhard: “¡Ningún proletario, todos proletarios!”.(3)

Pero a estas alturas después del tiempo que ha pasado cabe preguntarse: ¿Siguen todavía las ventanas abiertas en la Iglesia?, o ¿solamente se entreabren para, desde la rendija por la cual se mira cómodamente, ver lo que pasa allá “en la plaza de los ciudadanos” y sentenciar un “illum admittére non possumus”? ¡Como si la Verdad fuese también patrimonio exclusivo de privilegiados!

Con sentimiento de pena digo: En la medida que la Iglesia de la espalda al Concilio Vaticano II, el Mundo dará la espalda a la Iglesia.

Y como dice Juan José Tamayo: Es el adios a la Cristiandad. (4)

Laureano Molina Gómez

Zaragoza, Septiembre de 2007.

BIBLIOGRAFIA:

(1)  LIBER USUALIS MISAE ET OFICII, Desclée y Socii. París 1.958.

Díes irae in Misae Pro Defunctis.

Véni Creátor, hymnus in II Vésperis in Fésto Pentecostés.

Frátes, lectio brevis. De I. Pétris S. in Domínica ad Completorium.

(2)  LIBER CHORI, Primera Edición “Sígueme”. Salamanca, 1955. Canto de Cuaresma.

(3) “IGLESIA EN EL CORAZÓN DEL MUNDO”, de Luis González-Carvajal Santabárbara. Ediciones HOAC. Madrid, Diciembre de 2005. Prólogo de Mons. D. Carlos Amigo Vallejo, Cardenal-Arzobispo de Sevilla.

(4)  “ADIOS A LA CRISTIANDAD”, La Iglesia Católica Española en la Democracia, de Juan José Tamayo. Ediciones, B.S.A. Barcelona, 2003.