El Destino (quizás fracasado) de los hombres es alcanzar la Felicidad
por Eliseo Bayo
El hombre libre, que busca la felicidad, combate el orgullo, el egoísmo y la ambición, para que imperen la abnegación, la caridad y la verdad. Es el sentido de su peregrinación en esta tierra, no simbólica (como en el 18º) sino real.
El Destino del hombre, proclamado en
algunas Constituciones políticas -y en especial por los
fundadores de los Estados Unidos de América- es alcanzar la
felicidad en este mundo (el otro no es asunto suyo). La felicidad
descansa sobre el cumplimiento diario de los derechos humanos
cuya declaración universal debe ser de obligado cumplimiento. El
Estado es no sólo el instrumento para lograr la felicidad de los
ciudadanos, sino su única razón de ser. Un Estado será
moralmente bueno y competente si contribuye a asegurar la
felicidad de sus ciudadanos. Cada uno de éstos debe trabajar y
esforzarse en todos los ámbitos -moral, intelectual,
profesional- por alcanzar la felicidad individual, que no ha
contradecir ni ser obstáculo a la felicidad del vecino. El
Estado debe ser la asociación libre de hombres libres que
convive en armonía y en paz con otros Estados libres, diferentes
y distintos.
Ningún ser humano moralmente
desarrollado se mueve por aspiraciones contrarias a estas ideas:
ama la paz, respeta al vecino, defiende la justicia. El Decálogo
reúne un conjunto de normas morales universales, válidas para
regular el comportamiento individual y la sociedad en este Globo
(y en otros, si es que existen). El hombre libre, que busca la
felicidad, combate el orgullo, el egoísmo y la ambición, para
que imperen la abnegación, la caridad y la verdad. Es el sentido
de su peregrinación en esta tierra, no simbólica (como en el
18º) sino real, y cada noche se examina sobre el sentido de sus
pasos.
¿Son una utopía tanto la
declaración como el instrumento para lograrla? En modo alguno.
Es una tarea concreta que se puede y hay que realizar cada día,
mientras que la utopía es por sí misma un deseo quizás
inalcanzable. No nos escudemos en la utopía para dejar de hacer
las cosas que son posibles. Cada uno debe empezar por amar la
paz, respetar al vecino y defender la justicia
desinteresadamente. La Justicia no tiene los ojos vendados porque
es ciega -cosa que la haría arbitraria -, sino porque aconseja
que todos deben cerrar los suyos ante ella para no mirar la
propia conveniencia. La Justicia exige confianza, pero debe
merecerla. El Estado tiene la exclusiva de administrar la
justicia y emplear la violencia, pero no el monopolio de la
moral, que es un patrimonio por encima del Estado: por esta
razón sus actos no pueden ir en contra de la moral ni crear un
sucedáneo de ésta para encubrirlos. No existe razón ni razones
de Estado que puedan amparar actos injustos contra los ciudadanos
ni contra otros Estados; el crimen, la tortura, el secuestro
pueden ser actos políticos, siempre perversos, pero nunca
serán actos morales lícitos.
En el terreno público y en el
privado se suele confundir el Destino con la Fatalidad. Lo
primero es el resultado de la lucha por la libertad individual y
la colectiva. Tenemos un Destino como finalidad y un Destino como
resultado. La Fatalidad es la consecuencia de la aplicación de
malas políticas en lo privado y en lo público.
El Destino es el desenlace global de
multitud de decisiones tomadas previamente. El Destino último
llega cuando ya no hay otra elección. Es la absoluta privación
de libertad, la no salida, el callejón sin salida. A medida que
se estrechan las posibilidades de opción se aprecia la infinita
variedad de elecciones que se pudieron hacer en cada momento,
diferentes de las que se tomaron. Pudimos haber tenido infinitas
vidas distintas, fuimos libres siempre en la capacidad de elegir
otras salidas. Normalmente achacamos al destino, cuando no
existía todavía, nuestro infortunio (privado o público). Pero
el destino si no existe al principio de nuestros días, y ni
siquiera a lo largo del camino emprendido, se presenta
inexorablemente al final de la vida individual y en el ocaso de
las sociedades. Ya no hay marcha atrás.
Echamos la culpa al destino, cuando
todo fue consecuencia de nuestra capacidad libre de elegir, tanto
en lo privado como en lo público. Es cierto que decidimos en
función de nuestras apetencias, de nuestras ideas equivocadas y
de nuestro carácter mal construido, pero también lo es que
fuimos los principales artífices de todas esas condiciones. Tuvo
papel importante la influencia de los demás, de la sociedad y
del sistema que nos tocó vivir. Si somos sinceros, como debemos
serlo al final de nuestros días, comprenderemos que todos los
errores de nuestra vida pudieron haber sido evitados. Y
aún es más, en el tiempo de la decisión equivocada, sabíamos
que estábamos tomando la mala decisión, la mala elección, pero
en aquel momento fue la más sencilla, la menos conflictiva, la
más cómoda, la más fácil. Quizás de haber tenido una actitud
vigilante sobre cada una de las consecuencias de los actos que
emprendíamos, podríamos haber construido un destino distinto,
quizás mejor. La felicidad se nos escapó de las manos. Lo que
vale para los ciudadanos, vale para el Estado. Pudimos haber
alcanzado la felicidad, en lo privado y en lo público, pero no
dimos los pasos adecuados en esa dirección.
Todo esto no contradice otra esencia
del Destino. En efecto, nuestro destino es el resultado de las
acciones que otros han tomado sobre nosotros. Nuestro porvenir
estuvo en sus manos, como también en las nuestras estuvo el de
otras gentes. En lo privado así es. No fuimos justos con los
demás; no lo fueron con nosotros. Fuimos el infierno de los
otros, y ellos el nuestro. Pudo haber sido evitado, con un poco
más de reflexión, con menos orgullo, con más tolerancia, con
amor.
En lo público resulta clamoroso. El
destino de los ciudadanos de Iraq, de Africa, de Palestina, no
depende de ellos sino de lo que se decide a miles de kilómetros
de allí (o a pocos metros). Centenares de vidas, millones, de
historias individuales, de proyectos, de aventuras humanas, de
seres que llegaron a la vida para no merecer tanto sufrimiento,
no pueden realizar otro proyecto que no sea el de la
contemplación del desastre, el horror, la mutilación. ¿No
merecieron un destino mejor? ¿No fueron creados para la
Felicidad? ¿Pueden los Estados, y en especial aquellos que
nacieron precisamente con la declaración de luchar por la
felicidad humana, propiciar, amparar, no impedir tanto
sufrimiento, tanta injusticia, tanta iniquidad, cuando está en
sus manos detenerlo, y sobre todo no causarlo? ¿Podemos seguir
hablando de moral universal, de valores a defender, cuando
nuestro mundo ha convertido en espectáculo diario el sufrimiento
del mundo al que hemos convertido en ajeno?
¿El conocimiento que Dios tiene del fin de
los acontecimientos humanos y espaciales contradice la libertad
del hombre y de las cosas para manejar su Destino? De ninguna
manera. Debemos reconocer que no era literatura fantástica el
relato del viaje que solían hacer los dioses a fin de consultar
lo escrito en el gran libro, liber scriptum, que contenía
completa la historia de los hombres y de las naciones, in quo
totum continetur.
Incluso los hombres, sin necesidad de poseer grandes dotes, pueden saber a ciencia cierta qué sobrevendrá como consecuencia de una elección determinada. No hace falta ser dios menor, ni tener acceso a los grandes arcanos, para saber lo que ocurrirá en el mundo si se llevan a cabo decisiones tan maléficas como las que se están tomando en esa encrucijada física, cultural y moral del mundo que es el Oriente Medio. Africa. Ese no es un Caos del que pueda salir un Orden, sino exactamente lo contrario.
La única diferencia con los humanos es que Dios lo sabe a ciencia cierta, porque para El ya no existe el tiempo, ni el espacio- y ni siquiera la Creación-, y quizás haya tomado la decisión de admitir que fuimos una Creación fracasada y hay que ponerse a hacer otra, que de mejores resultados. Ya ocurrió numerosas veces. La Humanidad o las sucesivas series de humanidades- se renueva, como la Naturaleza, íntegramente por el fuego. A la espera de esa Fatalidad ineluctable, seguimos afirmando insanamente que se puede construir con la maldad, con el engaño y con la impostura un mundo futuro de felicidad.