EL MUNDO DE AYER STEFAN ZWEIG |
Por José-Luis Félez Soriano |
En
estos instantes he terminado de leer las memorias de Stefan Zweig que titula “El
Mundo de Ayer”. Ha sido un feliz acontecimiento su lectura, aconsejada por mi
hija y que yo, a mi vez, me permito invitar a leer. Ciertamente, me ha dejado
impresionado por su estilo narrativo, por su claridad de ideas y sencillez de
exposición, por su creciente interés, tanto en lo que cuenta como en cómo lo
cuenta. Hace un interminable desfile de personajes con los que mantuvo relación
y muestra las características fundamentales de cada uno de ellos con un
entusiasmo y un fervor encomiables. De todos ellos extrae sus más recónditos
sentimientos, siempre positivos, siempre alentadores, siempre dejando un hálito
de sorpresa en él mismo y que transmite al lector sin tan apenas
proponérselo.
Logra
hacer de unas memorias una apasionante novela de intriga, que despierta el deseo
permanente de seguir leyendo en espera de saber qué pasa: no permite que el
interés decaiga ni un solo instante, tanto cuando juzga u opina de los demás,
como cuando expone su pensamiento sobre cualquiera de los temas que van
surgiendo según de quién o de qué se trate y de la época y ambiente en que se
desenvuelva la acción. Hilvana los asuntos con una maestría encomiable. Dibuja
con exquisitez los ambientes de Austria, Alemania, París, Londres, recreándose
sobre todo en los círculos culturales (música, literatura, escultura,
etc.). En definitiva, un libro que
despierta todo el interés posible.
Pero me
decido a escribir estas líneas, no tanto con el ánimo de que sean una crítica de
quien no es crítico, sino con el fin de comparar una situación que sufrió (y que
probablemente fue el comienzo de su camino al suicidio), con la que actualmente
estamos pasando (para no herir susceptibilidades no me atrevo a decir
“sufriendo”).
En el
inicio de su penúltimo capítulo que titula “INCIPIT” HITLER, con la aseveración
que hace de entrada nos pone en trance: “”Obedeciendo a una ley irrevocable, la
historia niega a los contemporáneos la posibilidad de conocer en sus inicios los
grandes movimientos que determinan su época”. Nunca había oído hablar de Hitler,
hasta que un buen día recibió la visita de un vecino que le anunció que en
Munich andaba todo revuelto por culpa de un agitador que se revelaba contra la
República y los judíos, enervando a la multitud con sus soflamas. Por lo demás,
todo tranquilo.
Hasta
que, de repente, empezaron a surgir “grupos de jovenzuelos, con botas altas,
camisas bastas y brazaletes con la esvástica, cantando, vociferando y pegando
carteles” por todos los rincones. Alguien debía esconderse tras aquellas
cuadrillas de jóvenes que “sólo” armaban bulla. Hasta que un día, mientras se
celebraba una asamblea en una pequeña población, aparecieron cuatro camiones de
los que saltaron unos jóvenes que aporrearon a quien se encontraban en su camino
o dentro de la asambea, sin dejar reaccionar a ninguno de ellos y al toque de un
silbato, se refugiaron nuevamente en los camiones y desaparecieron sin dejar
rastro ni posibilidad de reacción alguna, con perfecto orden y bien aprendida
disciplina.
¿Cuándo
y como se preparaban? ¿Y, sobre todo, quién los preparaba? Salían de sus casas
de noche a un descampado y allí gente militarmente adiestrada los instruía. Las
autoridades no prestaban el más mínimo interés. “¿Dormían o cerraban los ojos?”
se pregunta Zweig. Munich cayó en manos de Hitler, hasta que las autoridades
reaccionaron y lo apresaron. Las escenas antecedentes hay que situarlas en
1.923. Todavía demasiado pronto…
Hasta
que la inflación, el paro y la crisis política en grado sumo lo sacó de nuevo al
aire.
Los
periódicos democráticos, en lugar de prevenir a los ciudadanos, les decían que no era nada.
Al contrario, Hitler les había hecho promesas y más promesas, a diestro y
siniestro, ganando infinidad de prosélitos, incluyendo partidos políticos con
ánimo, cada uno de ellos, de obtener las mejores prebendas para sus propios
fines, “Sabía engañar tan bien a base de hacer promesas a todo el mundo, que el
día en que llegó al poder la alegría se apoderó de los bandos más dispares”.
“Los partidos más diversos y opuestos entre sí consideraban a ese “soldado
desconocido” -que lo había prometido y jurado todo a todos los estamentos, a
todos los partidos y a todos los sectores- como a un amigo. ¿Acaso podía imponer
nada por la fuerza a un Estado en el que el Derecho estaba firmemente arraigado…
y en el que todos los ciudadanos creían tener aseguradas la libertad y la
igualdad de derechos, de acuerdo con la Constitución solemnemente jurada?”. ¡Por
supuesto que no!
Chamberlain
y Daladier capitularon ante Hitler y Mussolini. La situación a finales de
setiembre de 1.938 era desesperada. Y, tras un segundo viaje, Chamberlain volvió
con un documento en la mano en el que llevaba escritas las concesiones que le
había hecho a Hitler. Pero transcurridas unas semanas a éste ya no le parecieron
suficientes y siguió pidiendo La gente se convenció de que la guerra era
inevitable y se prepararon para ella. Lo más desconcertante de todo fue que
cuando se recibió en el Parlamento la concesión de una tercera entrevista, todos
los diputados, puestos en pie, aplaudieron enloquecidamente, pasmados ante lo
conseguido. Pero aquel maravilloso espectáculo que en apariencia proporcionaba
la paz, representó en realidad un terrible error.
Entresacadas
de sus memorias, estas páginas no han sido las que más me han gustado, pero sí
las que más me han impactado. Demuestran claramente la rastrera condición
humana, capaz de hacer lo posible por obtener una mayor cuota de poder, sin
importar el daño que se deduzca de sus actos y la desilusión que siembre.
(Tras
la lectura de estas páginas, y salvando, por supuesto las distancias, me ha sido
imposible dejar de pensar y comparar…)
Zaragoza,
octubre, 2007