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Arturo Bosque

LARGA VIDA  O  MUERTE PRONTA  

Por José-Luis Félez Soriano

 

Queridos amigos:

 

La dramática situación por la que estamos pasando con mis suegros, ante su más o menos inmediata desaparición de esta vida, me ha empujado a desahogarme con estas líneas que no pretenden ser ni literarias ni profundas ni documentadas: son, sencillamente, nacidas del corazón entristecido y de una situación que por desgracia pero por ley natural padecemos la mayor parte de esta especie que llamamos humana y que a veces no lo es tanto.

 

Creo que el drama está ahí y que a lo mejor es bueno que de vez en cuando reparemos en él y sobre él recapacitemos, por amor y generosidad hacia ellos y por propio egoismo, ya que todos deseamos LARGA VIDA y sentimos vértigo ante una MUERTE PRONTA.

 

Con mis mejores deseos de una vida y una muerte aceptadas y aceptables para todos. Un abrazo

 

José-Luis Félez Soriano.

Zaragoza, abril 2006

 

 

 

 

LARGA VIDA  O  MUERTE PRONTA

 

 

 

En verdad que es un auténtico y complejo dilema. Es fácil usar la demagogia rápida y sin previa meditación sobre un asunto que encierra profunda seriedad. Porque no es lo mismo vivir que morir. Estar vivo que estar muerto. Desear vivir que desear morir. Esperar la vida que esperar la muerte. La gran mayoría de los actos que realizamos en nuestra vida están dirigidos fundamentalmente a proporcionárnosla, procurando cuanta más y mejor sea. Se consiga o no se consiga. Lo que sí irremediablemente vamos alcanzando poco a poco, con interés o sin interés, con consciencia o inconscientemente, es la muerte. Cada paso que damos a ella nos conduce. Cada pensamiento, palabra, o hecho que protagonizamos se irá con nosotros o entre los demás quedará con más o menos perdurabilidad. Solo nosotros nos iremos. Nuestro cuerpo se destruirá, de una manera definitiva para los incrédulos, con una cierta esperanza para los creyentes. Y sigue siendo un misterio, solo para los creyentes, la existencia que, durante esa no-existencia de nuestro cuerpo, llevará el alma. Qué hará, en qué lugar se encontrará, en qué estado, gozando o sin gozar. Se dice que en el juicio que nos hará Dios particularmente en el momento de nuestra muerte, irá anexa la penitencia y así, gozaremos de El o sufriremos sin su presencia, en ambos casos para siempre. A la espera del Juicio Universal, que legalizará la sentencia de una manera definitiva y perpetua.

 

Pero dejemos el futuro y las elucubraciones que nos vemos obligados a hacer sobre él. Y  centrémonos en el tiempo inmediatamente anterior a ese juicio divino privado. No el de la agonía última, sino a todo ese tiempo que transcurre desde que nuestra materia empieza a sufrir las consecuencias de su desgaste, incapacitándonos para hacer lo más sencillo de lo que habitualmente hacíamos todos los días: pensar, hablar, recordar, andar, comer, vestir, leer, escribir, decidir… Y cada día que pasa los miembros se vuelven más torpes, nuestros reflejos ya no son tales, las visitas de los nuestros cada vez son más frecuentes e intervienen más en nuestras vidas diciéndonos qué y cómo debemos hacer o comportarnos, como si nos hubiéramos convertido en unos niños todavía sin educar a quienes hay que enseñar. Nos impiden salir solos de casa, nos cierran la puerta, nos dejan una luz encendida en la mesilla de noche, nos ayudan a ducharnos, nos tienen que dar de comer; y empezamos a oir unas quejas y lamentos que nunca antes en nuestra vida habíamos escuchado en labios de nuestros hijos, buenísimos ellos, los mejores hijos del mundo, sin un disgusto en toda su vida, honrados, trabajadores y cariñosos. Buenos esposos y excelentes padres han sido siempre. Y ahora, bueno, ahora o han cambiado ellos o hemos cambiado nosotros, tanto, tanto, que nos hacemos irreconocibles unos a otros. Y empezamos por sorprenderles cambiando de conversación en cuanto aparecemos por la puerta de la cocina. Y les escuchamos cuchichear a nuestras espaldas. Y nos traspasa el corazón el primer grito que nos dirigen, cansados de nuestras trastadas, que a nosotros no nos parecen tantas ni tan graves. Pero que a ellos les molestan, ¡`vaya si les molestan!

 

Y lo más grave de todo es cuando nuestro corazón, que solo ha latido para ellos y para ellos ha vivido, percibe la primera discusión entre hijos por nuestra causa y los cuidados que nos deben procurar y quién y cuándo y cómo. Llegamos a ser conscientes, dentro de nuestra ya inequívoca inconsciencia, de que estamos molestando en este mundo, precisamente a quien menos querríamos incordiar.

 

Y es entonces cuando se nos hace presente toda nuestra vida pasada, y la recordamos en un rápido periodo de tiempo, y se hacen vivos muchos aconteceres, muchos sinsabores, alguna alegría, también alguna satisfacción. Pero, sobre todo, gozamos nuevamente el sentimiento del amor que hemos recibido y repartido. A nuestros padres (¡qué lejos queda aquel gran amor con que nos rodeaban!), a nuestros hermanos, a nuestro cónyuge, a nuestros hijos, a nuestros nietos, a nuestros amigos. Y vemos que todo aquello por lo que tanto hemos luchado en nuestros años de vida, se está convirtiendo en nada de una manera atrozmente rápida, violenta y casi insufrible. ¡Y cuánta fuerza de voluntad hace falta para desear seguir viviendo!

 

Bueno, escribo lo que pienso, pero lo pienso como si lo viviera. Y, afortunadamente para mí al menos, todavía no es así. No soy un anciano, me siento joven, con vitalidad, con ansias de vivir y de hacer todavía muchas cosas, de usar todas mis facultades que permanecen aún en perfecto estado de salud, principalmente en beneficio propio y también en el de los demás. Y preveo que todavía está lejos el tiempo en que daré esa guerra precursora del fin en la que todos los que llegan se ven inmersos y a la que todos deseamos llegar. ¡Y buena será la guerra que daré yo!

 

Más bien puedo decir que estoy en el otro lado de la frontera, en el que se sufren y padecen las penalidades que nos vienen de los ancianos, solo porque ancianos son. Y además muy allegados nuestros: o padres o suegros. Y no es menor el sufrimiento que soportamos. Es muy triste ver en una penosa situación a nuestros seres queridos, a quienes hemos visto y disfrutado de todo su vigor y energía, cuidándonos, jugando con nosotros, educándonos con cariño, procurando el mayor bienestar posible, su pena en nuestra enfermedad, su alegría cuando nos han visto alegres, orgullosos con nuestros estudios, con nuestros éxitos, con los logros que hemos sido capaces de conseguir, tristemente felices cuando nuestro camino va empezando a recorrer camino distinto al suyo, cuando alguien nos arrebata de su lado porque nos quiere para sí plenamente, inconscientes ante sus errores y vanidosos con sus aciertos, fuertes en su salud y débiles ante el dolor,  intransigentes con sus ideas y tolerantes con las de hoy, incapaces para aceptar su estado y situación actual. En fin, unos padres que el tiempo ha ido transformando hasta hacerlos casi irreconocibles de aquel padre o de aquella madre que solo vivía por nosotros y para nosotros.

 

Y ante esta terrible situación, ellos se aferran a la vida con toda la fuerza que les queda, no siendo mucha, y nosotros les ayudamos a ello, como si un milagro fuera a suceder. No debe interpretarse esto como una aceptación de la eutanasia activa, que nunca aceptaré porque considero que viola el derecho a la vida y la ley natural. Y no es momento ahora de hablar sobre la eutanasia pasiva. La nombro por si alguien lee éstas líneas no me interprete ni en un sentido ni en otro.

 

 Pero queda un punto casi siempre delicado, muchas veces complicado y siempre que los interesados quieran, cosa que sucede con más frecuencia de la deseable, sin  atisbos de obligada solución. La relación entre los más afines, es decir, los hijos de los ancianos (con claras interferencias en muchos casos de los correspondientes cónyuges en la sombra), sin parar cuenta de cómo ha sido hasta que este problema se ha presentado, empieza a rozar el precipicio, yéndose en la mayoría de los casos cuesta abajo incontroladamente, haciéndose añicos en la caída. Y eso queda ya roto para siempre, pues, aunque se reconpongan los pedazos, quedarán señalados cada uno de ellos por la juntura que los une. Uno se muestra partidario de que todo siga como está, otro de proveerles de cuidadores domiciliarios casi siempre no profesionales, otro desean el ingreso en una residencia, Y para todo, todos están haciendo cuentas de lo que tienen los abuelos, de cuánto va a costar y hasta cálculos de los posibles años de vida que les queden para soñar en la ansiada herencia, ansia por supuesto nunca manifestada ni comentada. Y la otra parte, la asistencia directa que se les va a dar a los abuelos por parte de sus hijos: distribución por turnos de las visitas, días de libranza, si alguien no puede la obligatoriedad por su parte de buscar alguien que le supla, como si en el cariño hubiera posibles reemplazos, la contraprestación económica para aquel que pone más, etc. En fin, una delicia de tiempo éste en el que la vida se hace demasiado larga y la muerte se vislumbra no lo pronto que sería deseable.

 

¡Pobres abuelicos, lo que ellos enseñan (si queremos aprender) cuando se les mira con toda la atención y el cariño a los ojos, cuando se les coge y aprieta la mano arrugada y deforme, cuando se les acerca la cuchara con el caldo calentito a la boca, cuando se les empuja en su silla de ruedas por la acera, procurando nosotros que vean y se distraigan, con la poca falta que a ellos les hace y el poco interés que muestran, cuando sin saber cómo ni por qué, una lágrima furtiva (en los ancianos todas las lágrimas son furtivas) rueda por sus mejillas y se pierde entre las arrugas, cuando con toda el ansia de paz que cabe en su corazón te interrogan que qué hacen ellos aquí! ¡Pobres abuelicos!

 

Y en medio de tanto abandono, de tanta despreocupación, son capaces de desarmarte con el arma más eficaz, con la mejor de sus sonrisas. Y en su rostro se trasluce esa tan agradable sensación que mana de la paz interior, que les induce a conceder a los suyos el regalo más importante y hermoso que en el mundo existe: el perdón. Y nunca, nunca, hasta que ya sea demasiado tarde, nosotros nos daremos cuenta de que los seres más necesitados son ellos, nuestros padres.

 

Zaragoza, abril 2006

José-Luis Félez Soriano