LARGA VIDA O MUERTE
PRONTA |
Por José-Luis Félez
Soriano |
Queridos
amigos:
La dramática situación por la
que estamos pasando con mis suegros, ante su más o menos inmediata desaparición
de esta vida, me ha empujado a desahogarme con estas líneas que no pretenden ser
ni literarias ni profundas ni documentadas: son, sencillamente, nacidas del
corazón entristecido y de una situación que por desgracia pero por ley natural
padecemos la mayor parte de esta especie que llamamos humana y que a veces no lo
es tanto.
Creo que el drama está ahí y
que a lo mejor es bueno que de vez en cuando reparemos en él y sobre él
recapacitemos, por amor y generosidad hacia ellos y por propio egoismo, ya que
todos deseamos LARGA VIDA y sentimos vértigo ante una MUERTE
PRONTA.
Con mis mejores deseos de una
vida y una muerte aceptadas y aceptables para todos. Un
abrazo
José-Luis Félez
Soriano.
Zaragoza, abril
2006
LARGA VIDA O
MUERTE PRONTA
En verdad que es un auténtico
y complejo dilema. Es fácil usar la demagogia rápida y sin previa meditación
sobre un asunto que encierra profunda seriedad. Porque no es lo mismo vivir que
morir. Estar vivo que estar muerto. Desear vivir que desear morir. Esperar la
vida que esperar la muerte. La gran mayoría de los actos que realizamos en
nuestra vida están dirigidos fundamentalmente a proporcionárnosla, procurando
cuanta más y mejor sea. Se consiga o no se consiga. Lo que sí irremediablemente
vamos alcanzando poco a poco, con interés o sin interés, con consciencia o
inconscientemente, es la muerte. Cada paso que damos a ella nos conduce. Cada
pensamiento, palabra, o hecho que protagonizamos se irá con nosotros o entre los
demás quedará con más o menos perdurabilidad. Solo nosotros nos iremos. Nuestro
cuerpo se destruirá, de una manera definitiva para los incrédulos, con una
cierta esperanza para los creyentes. Y sigue siendo un misterio, solo para los
creyentes, la existencia que, durante esa no-existencia de nuestro cuerpo,
llevará el alma. Qué hará, en qué lugar se encontrará, en qué estado, gozando o
sin gozar. Se dice que en el juicio que nos hará Dios particularmente en el
momento de nuestra muerte, irá anexa la penitencia y así, gozaremos de El o
sufriremos sin su presencia, en ambos casos para siempre. A la espera del Juicio
Universal, que legalizará la sentencia de una manera definitiva y
perpetua.
Pero dejemos el futuro y las
elucubraciones que nos vemos obligados a hacer sobre él. Y centrémonos en el tiempo inmediatamente
anterior a ese juicio divino privado. No el de la agonía última, sino a todo ese
tiempo que transcurre desde que nuestra materia empieza a sufrir las
consecuencias de su desgaste, incapacitándonos para hacer lo más sencillo de lo
que habitualmente hacíamos todos los días: pensar, hablar, recordar, andar,
comer, vestir, leer, escribir, decidir… Y cada día que pasa los miembros se
vuelven más torpes, nuestros reflejos ya no son tales, las visitas de los
nuestros cada vez son más frecuentes e intervienen más en nuestras vidas
diciéndonos qué y cómo debemos hacer o comportarnos, como si nos hubiéramos
convertido en unos niños todavía sin educar a quienes hay que enseñar. Nos
impiden salir solos de casa, nos cierran la puerta, nos dejan una luz encendida
en la mesilla de noche, nos ayudan a ducharnos, nos tienen que dar de comer; y
empezamos a oir unas quejas y lamentos que nunca antes en nuestra vida habíamos
escuchado en labios de nuestros hijos, buenísimos ellos, los mejores hijos del
mundo, sin un disgusto en toda su vida, honrados, trabajadores y cariñosos.
Buenos esposos y excelentes padres han sido siempre. Y ahora, bueno, ahora o han
cambiado ellos o hemos cambiado nosotros, tanto, tanto, que nos hacemos
irreconocibles unos a otros. Y empezamos por sorprenderles cambiando de
conversación en cuanto aparecemos por la puerta de la cocina. Y les escuchamos
cuchichear a nuestras espaldas. Y nos traspasa el corazón el primer grito que
nos dirigen, cansados de nuestras trastadas, que a nosotros no nos parecen
tantas ni tan graves. Pero que a ellos les molestan, ¡`vaya si les
molestan!
Y lo más grave de todo es
cuando nuestro corazón, que solo ha latido para ellos y para ellos ha vivido,
percibe la primera discusión entre hijos por nuestra causa y los cuidados que
nos deben procurar y quién y cuándo y cómo. Llegamos a ser conscientes, dentro
de nuestra ya inequívoca inconsciencia, de que estamos molestando en este mundo,
precisamente a quien menos querríamos incordiar.
Y es entonces cuando se nos
hace presente toda nuestra vida pasada, y la recordamos en un rápido periodo de
tiempo, y se hacen vivos muchos aconteceres, muchos sinsabores, alguna alegría,
también alguna satisfacción. Pero, sobre todo, gozamos nuevamente el sentimiento
del amor que hemos recibido y repartido. A nuestros padres (¡qué lejos queda
aquel gran amor con que nos rodeaban!), a nuestros hermanos, a nuestro cónyuge,
a nuestros hijos, a nuestros nietos, a nuestros amigos. Y vemos que todo aquello
por lo que tanto hemos luchado en nuestros años de vida, se está convirtiendo en
nada de una manera atrozmente rápida, violenta y casi insufrible. ¡Y cuánta
fuerza de voluntad hace falta para desear seguir
viviendo!
Bueno, escribo lo que pienso,
pero lo pienso como si lo viviera. Y, afortunadamente para mí al menos, todavía no es así. No soy un anciano, me
siento joven, con vitalidad, con ansias de vivir y de hacer todavía muchas
cosas, de usar todas mis facultades que permanecen aún en perfecto estado de salud, principalmente
en beneficio propio y también en el de los demás. Y preveo que todavía está
lejos el tiempo en que daré esa guerra precursora del fin en la que todos los
que llegan se ven inmersos y a la que todos deseamos llegar. ¡Y buena será la
guerra que daré yo!
Más bien puedo decir que estoy
en el otro lado de la frontera, en el que se sufren y padecen las penalidades
que nos vienen de los ancianos, solo porque ancianos son. Y además muy allegados
nuestros: o padres o suegros. Y no es menor el sufrimiento que soportamos. Es
muy triste ver en una penosa situación a nuestros seres queridos, a quienes
hemos visto y disfrutado de todo su vigor y energía, cuidándonos, jugando con
nosotros, educándonos con cariño, procurando el mayor bienestar posible, su pena
en nuestra enfermedad, su alegría cuando nos han visto alegres, orgullosos con
nuestros estudios, con nuestros éxitos, con los logros que hemos sido capaces de
conseguir, tristemente felices cuando nuestro camino va empezando a recorrer
camino distinto al suyo, cuando alguien nos arrebata de su lado porque nos
quiere para sí plenamente, inconscientes ante sus errores y vanidosos con sus
aciertos, fuertes en su salud y débiles ante el dolor, intransigentes con sus ideas y
tolerantes con las de hoy, incapaces para aceptar su estado y situación actual.
En fin, unos padres que el tiempo ha ido transformando hasta hacerlos casi
irreconocibles de aquel padre o de aquella madre que solo vivía por nosotros y
para nosotros.
Y ante esta terrible
situación, ellos se aferran a la vida con toda la fuerza que les queda, no
siendo mucha, y nosotros les ayudamos a ello, como si un milagro fuera a
suceder. No debe interpretarse esto como una aceptación de la eutanasia activa,
que nunca aceptaré porque considero que viola el derecho a la vida y la ley
natural. Y no es momento ahora de hablar sobre la eutanasia pasiva. La nombro
por si alguien lee éstas líneas no me interprete ni en un sentido ni en
otro.
Pero queda un punto casi siempre
delicado, muchas veces complicado y siempre que los interesados quieran, cosa
que sucede con más frecuencia de la deseable, sin atisbos de obligada solución. La
relación entre los más afines, es decir, los hijos de los ancianos (con claras
interferencias en muchos casos de los correspondientes cónyuges en la sombra),
sin parar cuenta de cómo ha sido hasta que este problema se ha presentado,
empieza a rozar el precipicio, yéndose en la mayoría de los casos cuesta abajo
incontroladamente, haciéndose añicos en la caída. Y eso queda ya roto para
siempre, pues, aunque se reconpongan los pedazos, quedarán señalados cada uno de
ellos por la juntura que los une. Uno se muestra partidario de que todo siga
como está, otro de proveerles de cuidadores domiciliarios casi siempre no
profesionales, otro desean el ingreso en una residencia, Y para todo, todos
están haciendo cuentas de lo que tienen los abuelos, de cuánto va a costar y
hasta cálculos de los posibles años de vida que les queden para soñar en la
ansiada herencia, ansia por supuesto nunca manifestada ni comentada. Y la otra
parte, la asistencia directa que se les va a dar a los abuelos por parte de sus
hijos: distribución por turnos de las visitas, días de libranza, si alguien no
puede la obligatoriedad por su parte de buscar alguien que le supla, como si en
el cariño hubiera posibles reemplazos, la contraprestación económica para aquel
que pone más, etc. En fin, una delicia de tiempo éste en el que la vida se hace
demasiado larga y la muerte se vislumbra no lo pronto que sería
deseable.
¡Pobres abuelicos, lo que
ellos enseñan (si queremos aprender) cuando se les mira con toda la atención y
el cariño a los ojos, cuando se les coge y aprieta la mano arrugada y deforme,
cuando se les acerca la cuchara con el caldo calentito a la boca, cuando se les
empuja en su silla de ruedas por la acera, procurando nosotros que vean y se
distraigan, con la poca falta que a ellos les hace y el poco interés que
muestran, cuando sin saber cómo ni por qué, una lágrima furtiva (en los ancianos
todas las lágrimas son furtivas) rueda por sus mejillas y se pierde entre las
arrugas, cuando con toda el ansia de paz que cabe en su corazón te interrogan
que qué hacen ellos aquí! ¡Pobres abuelicos!
Y en medio de tanto abandono,
de tanta despreocupación, son capaces de desarmarte con el arma más eficaz, con
la mejor de sus sonrisas. Y en su rostro se trasluce esa tan agradable sensación
que mana de la paz interior, que les induce a conceder a los suyos el regalo más
importante y hermoso que en el mundo existe: el perdón. Y nunca, nunca, hasta
que ya sea demasiado tarde, nosotros nos daremos cuenta de que los seres más
necesitados son ellos, nuestros padres.
Zaragoza,
abril 2006
José-Luis
Félez Soriano