El Dios de mis padres.
La calle era estrecha, empinada y oscura. Era el antiguo barrio judío en Albalate del Arzobispo, villa instalada a orillas del río Martín, en la provincia de Teruel, al amparo del castillo del los Señores Arzobispos de Zaragoza, bastión y fortaleza impregnada en nuestra subconciencia, y paisaje gravado a fuego lento en nuestras mentes y nuestros corazones. Desde lejos se ve el castillo y el pueblo acurrucado bajo él. En el número 65, y hacia el final de la calle La Churvilla, casi bajo la gran roca sobre la que se sustenta el castillo, allí vivían Laureano Molina López y Pilar Gómez Manero, juntamente con su hija de casi dos años, María.
Era una casa pobre,
pero habitada con dignidad, y con la ilusión de una auténtica cristiana, mi
madre, y un entusiasta anarquista, mi padre.
Allí nací yo. Fui la
alegría de mis padres, y el juguete de mi hermana.
Todavía muestro en mi
mejilla izquierda, la cicatriz que me quedó, al derramarse agua caliente que
había en el fuego sobre mí, y por un descuido infantil de mi hermana. María,
¡cómo debiste llorar! Posiblemente más que yo. Siempre llorabas más que yo.
¿Acaso me dedicaban más tiempo a mí que a ti?..., y tú protestabas con tu
llanto? Perdóname, pero te agradezco, por primera vez
quizás, los llantos que desparramabas por doquier. Allí había vida.
La primera reflexión que debo hacer sobre Dios es cómo una mujer tan cristiana pudo casarse con mi padre, tan entusiasta anarquista, y ateo por ser pobre, como sus padres: pastor de ovejas e hijo de pastor a jornal, y roturador de tierras, para poderles sacar algo que llevarse a la boca. Es el primer misterio de la vida, del hombre, de Dios. Pudo casarse porque quiso. Se casó porque lo quería por encima de todo. El amor es lo que les unió. La libertad anarquista, del Comunismo Libertario, es lo que lo permitió. Teísmo y ateismo solo pueden convivir por el amor y por la libertad. Y síntesis de los dos fuimos mi hermana y yo.
Pero si la pobreza de aquel entonces era temida, más temida era la situación social que se vivía en el pueblo y en España.
Era un 30 de Marzo de 1937. En Febrero, Franco había bombardeado Albalate. Y lo volvió a bombardear otra vez a mediados de Abril. Mi nacimiento era motivo de alegría en la familia, pero también motivo de gran preocupación. ¿Qué iba a ser de nosotros ante aquel panorama?
Según el libro que José Manuel Pina Piquer ha escrito, ("De ilusiones y tragedias, historia de Albalate del Arzobispo"), en Mayo del 37, se estaban dando agrios combates en Albalate entre anarquistas y comunistas que pretendían apoderarse de los centros oficiales. Militantes de la CNT y desde el ayuntamiento lanzan numerosas bombas de mano. "Siempre lo de siempre": unos y otros por el poder, enfrentándose los pobres entre sí, mientras los ricos se quedaban agazapados. Se dice que el poder corrompe, y que el poder absoluto corrompe absolutamente. Y los pobres intentándolo, e "imitando" el uso del poder para mejorar la sociedad. El que se queda con el poder "mejora" la sociedad, o pretende mejorarla, a imagen y semejanza suya. Y vuelta a empezar.
Según Pina Piquer en Julio-Agosto del mismo año, la IX División del comunista Erique Lister terminó con la resistencia libertaria imponiendo su autoridad armada. El 11 de Agosto aparece en la Gaceta de la República el decreto de disolución del Consejo de Aragón. La colectivización terminó entonces en Albalate. Parece ser que también se vio a Dolores Ibárruri ("La Pasionaria") paseando por la carretera y discutiendo con milicianos.
Al año siguiente, el 12 de Marzo, el sábado al anochecer, la Iª División de Navarra hace su entrada en el pueblo por la carretera de Lécera. El capitán Segur estaba al mando. Por eso a la Plaza Nueva se le llamó Plaza del Barón de Segur. Aunque todos la seguíamos llamando la Plaza Nueva.
Mi padre se alistó en el Ejército Republicano, para según él, intentar ganar la guerra y salvar las colectividades del Bajo Aragón. Al perder la guerra se fué al exilio como todos los demás. En Francia permaneció hasta 1966 trabajando como viticultor en las viñas de "Maison Neuve", en un pueblecito llamado Tauriac le Morón, situado frente a la confluencia de los ríos Dordogne y Garone, cerca de St.André de-Cubzac y próximo a Burdeos. Francia fue para mi padre como su segunda patria. Le dio lo que España no le pudo dar: orgullo de sentirse persona trabajadora, estimado y reconocido como un buen trabajador de la viña entre sus vecinos.
Naturalmente, y al principio del exilio, estuvo internado en el Campo de Concentración de Argelès Sur Mer, donde el hambre, la humedad, el frío y las enfermedades hicieron estragos con los más débiles. Los anarquistas especialmente organizaron "comités" de solidaridad para aliviar a los enfermos. Para ellos se les conseguía algún alimento extra y se ayudaba a bañarse en las frías aguas del Mediterráneo para intentar curar la sarna que se había cebado en ellos. Naturalmente estoy hablando de la época invernal. Ese era el Dios de mi padre, el del apoyo mutuo.
Posteriormente vino la IIª Gerra Mundial con la ocupación de Francia por los nazis alemanes. Pero esto es otra historia.
Mientras tanto mi madre se quedó sola con dos hijos que sacar adelante. La escasez de alimentos y el recelo generalizado de unos para con los otros enmarcaban el ambiente del pueblo. Nunca jamás se oyó una queja de mi madre para con mi padre por haberles "abandonado". Nunca jamás mi madre habló mal de mi padre, al menos yo no lo percibí. Este era el Dios de mi madre, el del amor y el de la comprensión. Nosotros crecimos sin ningún recelo hacia nuestro padre. Creo que en situaciones similares de ausencia de un miembro de la pareja, la mejor educación que se puede y se debe dar a los hijos es contar, al menos, con el recuerdo positivo hacia el ausente, fuere por los motivos que fuere. Puedo decir que crecimos sin ningún trauma. Esto fue el mejor regalo de mi madre y de mis abuelos. A ello hay que añadir el gran respeto y cariño que se nos inculcó hacia la familia de mi padre, mis abuelos Santos y Blasa. Todavía lo recuerdo y me siento feliz y agradecido por ello. Esto formaba parte del Dios de mi madre.
En esta situación mis abuelos maternos, Remigio y
Eulalia, y mi tío Francisco nos acogieron con ellos; y con ellos mi hermana y
yo nos criamos.
Mi madre se sintió plenamente arropada. La figura paterna era sustituida, en gran parte, por mi abuelo. Mi Dios sería el de mi madre y el de mis abuelos. Un Dios justo, fuerte, bueno, solidario con los demás, con todos los demás sin distinción, porque, al menos, "el santo temor de Dios incitaba a ello".
Hubo unos días en que
mis abuelos decidieron abandonar el pueblo e irse a vivir al monte, a "Los
Tollos", al pié de la Sierra de Arcos, entre La Silleta y La Pinarosa. Allí tenían un pequeño "más" (pequeña
construcción) rodeado de olivos (empeltres y “pranzones”).
Al sur la sierra y al norte la extensa visión hacia el pueblo. El pueblo
quedaba lejos, la montaña estaba encima de nosotros. El silencio al anochecer
era impresionante. Así lo percibía, más adelante, cuando de lunes a sábado
subíamos a coger las olivas, siendo yo un mozalbete. Era el silencio de la
naturaleza, de lo grandioso, de lo desconocido, y sobre todo el Dios que daba
calor a mi familia.
Cuando después oía a Labordeta cantar aquello de "al atardecer todos los olivos bajan a beber"... ¡Qué recuerdos de mi infancia me traía!
El "mas" tenía una puerta de madera forrada de chapa, para que durase más tiempo y para ganar en seguridad, creo. En la planta calle estaba la cuadra da las caballerías y por una escalera se subía a la planta alta donde solo había una ventana. Puerta y ventana estaban orientadas hacia el mediodía. En esta planta estaba la cocina con su fogón de leña y separado por un tabique un lugar con paja limpia que hacía de cama comunitaria. Era como dormir en una tienda de campaña. El calor de los troncos en el fogón y el que subía de los animales abajo instalados, hacía que el dormir apaciblemente fuera de lo más natural del mundo. Con la salida del sol, al día siguiente, había que extender alrededor del olivo los "ternices" (grandes piezas de tela de cáñamo), sobre los que caerían las olivas sacudidas por nosotros ayudados de unas cañas y unas escaleras. Se recogían, y se separaban las hojas de las olivas para empaquetarlas en sacos. Al final de la jornada, mi tío atendía las caballerías, e íbamos a recoger ramas secas, romeros, y todo lo que podía arder evitando lo que podría producir excesivo humo. Mi madre preparaba la cena y las judías secas cocidas a fuego lento para el día siguiente. Yo me iba a la conquista de la soledad de aquellos barrancos donde abundaban los zorros, conejos y liebres. ¡Qué grandes eran los barrancos para mí entonces y qué pequeños me parecen ahora! La noche era impresionante por su silencio, su oscuridad, su profundidad y el suave "movimiento" de las estrellas. No creer en Dios en aquel paisaje, era un crimen, era un suicidio. Dios era necesario. Era necesario y era fortaleza para mi familia, y creo que para casi todo el pueblo. Porque también era esperanza de una vida mejor. Vivíamos por el recuerdo, nos hacía vivir mejor el presente, y nos daba esperanza para seguir viviendo la vida. Había sufrimientos y penurias, pero no había aniquilación y desesperanza. Dios era la Utopía de los pobres. Mientras, mi hermana quedaba al cuidado de mis abuelos en el pueblo. Mi hermana, que ha venido a ser la gran especialista en el cuidado de los ancianos. En ello ha ocupado prácticamente toda su vida. ¡Qué sencilla, pero grandiosa tarea!, aunque ahora es algo que "no se lleva". Los ancianos siempre han sido sustento moral y ético de la sociedad, de una sociedad humanista, sea ésta creyente o no lo sea.
Dos catequistas recuerdo especialmente. La primera, la recuerdo porque nos traía figuritas de mazapán y barritas de guirlache de la fábrica que había en Hijar, que era de su familia, los Sorribas. Pero el cariño que nos mostraba era más dulce que el turrón que nos daba. Ella nos contaba los primeros relatos de la Historia Sagrada. En su instrucción religiosa había dos momentos especiales: la Navidad y la Semana Santa. La Navidad era de reflexiones infantiles, de amistades, de buenos sentimientos hacia los demás niños, y sobre todo eran sentimientos maternales por una parte y filiales por otra. Las palabras Belén, turrón, villancicos, las "estrenas", el "cabu-d´año", constituían el eje principal de nuestras motivaciones infantiles. En aquellos tiempos de "racionamiento"(años 40), todo era muy sencillo, muy simple, muy pobre. Solo había tres turrones: el mazapán, el jijona, y el duro o de Alicante. Lo demás eran nueces, almendras, higos secos, orejones, mandarinas, manzanas y uvas guardadas bajo tierra y depositadas entre paja, y algunas castañas. La familia, los amigos, las escuela, era lo principal. En eso se basaba, para nosotros, el universo entero.
La otra catequista era la Señora Josefa ("La Guarda"). Esta constituyó para mí como una segunda madre, amiga, consejera, y duró mucho más tiempo. Además de la catequesis iniciamos con ella nuestro debut en el teatro. Cuantas obritas hicimos para nuestra diversión, nuestra formación, y entretenimiento de los demás. Se hacía mucho teatro por aquel entonces, tanto los mayores como los chicos. No exigía ningún coste económico. Solamente requería nuestro esfuerzo y nuestro trabajo en grupo. Creo que la diversión era plenamente interactiva. Parece ser que ahora se vuelve hacia aquello, aunque con medios y escenarios más ampliados: dances, mercados medievales, los amantes de Teruel, los caballeros del Cid, etc.... Todo el pueblo participaba en la confección de los escenarios, en la prestación de ropajes antiguos sacados de los viejos baúles, y en todo caso con su asistencia a las distintas representaciones teatrales. Era el pueblo construyendo y creando, re-creando, su ocio.
El Dios era el que se estudiaba también en la escuela. Nuestra formación académica en los años cuarenta giraba entorno a la Enciclopedia cíclico-pedagógica de los Editores Dalmau Carles, Pla, S.A.(1945). Allí estaba todo lo que podía estar, todo lo que podía o debía estar: matemáticas, lengua, geografía, geometría, historia, física y química, y ciencias naturales, que juntamente con la higiene personal y colectiva, la agricultura, la industria y el comercio, constituían toda nuestro universo intelectual.
Pero la Historia Sagrada era lo que envolvía y alimentaba nuestras conciencias. El Antiguo y el Nuevo Testamento constituían nuestras "Tablas de la Ley" que regían nuestras vidas individuales y colectivas. Todo era muy simple: Dios-mundo; Paraíso-pecado; árbol de la vida y de la ciencia del bien y del mal; buenos y malos; Caín y Abel; Noé y el diluvio universal; el pueblo escogido y el pueblo disperso, réprobo; familia, hijos. Abraham: Sara-Agar, Isaac-Ismael; Sodoma y Gomorra; tierra prometida-desierto; Esaú-Jacob; hermanos envidiosos-José; la paciencia y resignación de Job; esclavitud en Egipto-libertad en el desierto; el Decálogo; David y Goliat; Reyes y pueblo; profetas, etc. En el fondo era blanco o negro, bueno o malo, conmigo o contra mí. En política era "por el imperio hacia Dios"..., Franco sí, comunismo, no.
El Nuevo Testamento se resumía en la Navidad y en la Semana Santa: belén, familia, autoridades, tambores, vía crucis, calvario, "Septenario" en semana de "Dolores", previa al Domingo de Ramos. La Pascua, meriendas. Confesiones y comuniones. La virgen de Arcos, romerías. Las fiestas, y el trabajo en el campo.
Naturalmente había
mucha gente que profundizaba mucho más. Por ejemplo mi abuelo Remigio y mi tío
Francisco. El Dios de ellos era el del universo, las estrellas, las montañas,
valles y ríos, la grandiosidad de la naturaleza. El Dios que hacía llover para
los justos pero también para los injustos. El Dios de la vida y de la muerte;
de la razón o el desenfreno: del derroche o de la austeridad. Pienso que la
mejor herencia, la mejor educación que se puede recibir es la de saber vivir
con austeridad pero con dignidad. Y especialmente en el mundo actual. No tener
claro esto es caer en las garras del consumismo y de las que lo controlan. Es
perder el Norte en la vida. Mi abuelo era analfabeto, pero un buen pensador, un
buen reflexionador. Toda su vida era experiencia
pura, en el sentido de que conjugaba la acción y la reflexión. Tenía una gran
memoria en la que almacenaba todo lo que oía en los sermones, charlas, semanas
religiosas de misiones. Todo lo que veía y oía nunca caía en saco roto. El lo
transformaba en filosofía existencial. Recuerdo sus instrucciones en el
"solanar", casi ciego, que su único gozo era aquel rato de sol de la
tarde y sus propios pensamientos. Cuando yo volvía de la escuela, me subía con
"mi pan y olivas" a merendar y hacerle un rato de compañía. Para mí
era la "clase de repaso" que me daba mi abuelo. El me enseñaba todo
lo práctico, todo lo ético, todo lo moral. Era el padre que me faltaba por los
avatares de la guerra civil. Recuerdo, también, aquellas noches durmiendo en la
era hasta las tres de la madrugada, cuando ya empezaba a refrescar y es
entonces cuando nos metíamos en la estancia para dormir.
Me hacía observar las
estrellas, reflexionar sobre el universo, la naturaleza, las gentes y los
pueblos; él despertó en mí el afán de saber, de escudriñar, de
"escarbar", de "enzurizar", de no conformarme solo con lo
conseguido hasta el momento, sino de ir siempre más allá de la simple
apariencia. Pero también me enseñó que no podía hacer mitos de nadie. Todo era
perecedero, cambiante, transformable. Solo Dios era eterno. Me inculcó aquello
de "nunca más servir a señor que se me pueda morir", del Duque de Gandía, San Francisco de Borja.
Antes de abordar esta cuestión quiero retrotraer unas experiencias, que pueden ser de alguna manera ilustrativas del vivir de esta época. Una estaría en el terreno individual, la otra lo sería en grupo, y la tercera sería la semipública o semioficial.
En cierta ocasión
estábamos un amigo y yo intentando llegar hasta un nido de pájaros que había en
un chopo junto al río Martín. Se subió el amigo trepando por el fino tronco del
chopo hasta la altura del nido. Cuando estaba contemplando los pajarillos, se
le rompió la rama, cayendo cabeza abajo, pero quedándose colgado por el tobillo
en una rama partida a modo de gancho. La escena venía a ser como la que veíamos
en el matadero, cuando colgaban a los cerdos y corderos, una vez muertos, para
despedazarlos. No podía incorporarse y agarrarse con las manos, que se
extendían abiertas en el vacío. Cuanto más se movía, más quedaba enganchado. El
dolor debía de ser muy intenso a juzgar por los chillidos que daba. ¿Qué podía
hacer yo?, si corría a pedir ayuda, tardaría todavía un buen rato en regresar.
El riesgo de que se rompiera la rama, "el gancho", y cayera de cabeza
era muy posible. Me descalcé y empecé a trepar por el árbol.
Los pies descalzos se acoplan mejor al tronco para poder trepar por él. Cuando llegué a la altura de su cabeza, la puse apoyada en mi hombro y seguí subiendo hasta que rebasamos la altura de su pié enganchado. Se lo saqué, y sentado sobre mis hombros, una pierna a cada lado de mi cabeza, fuimos bajando muy lentamente...
No recuerdo más del hecho. Lo más lógico sería que su madre lo llevara al médico o al Señor Miguel, el Practicante (ATS), lo curara, y no sé por qué, todo debió quedar en secreto. Yo olvidé hasta el nombre del amigo. Pero recuerdo la imagen viva del lugar del hecho: entre la peña "la baya" y el "molino de la sociedad".
El ambiente era el de
la post-guerra.
Los maquis se extendían
por el Maestrazgo y los montes de Beceite. En el
pueblo había instalado un destacamento del ejército en el garaje "Durbán". Los chicos organizábamos peleas con espadas
de madera y grandes escudos de chapa o de cartón. Todos los riachuelos, barrancos,
cuevas y montículos nos los pateábamos una y mil veces. Un domingo, al salir de
misa y en la cuesta de las "Losas", se organizó una pelea pegándonos
de verdad unos cuantos chicos, rodando cuesta abajo, unos encima ahora y otros
debajo después. Nuestros juegos eran de espías y ladrones; no respetábamos la
tranquilidad de los vecinos. Nuestras familias debían estar hartas de nuestra
desbandada. De acuerdo quizás, con la Guardia civil, ésta organizo "una
batida" cogiéndonos a todos y encerrándonos en el cuartel. El trato fue
serio, pero correcto para nuestra edad. Se intentaba nuestro escarmiento de una
vez por todas. A las dos o tres horas de estar encerrados, los más pequeños, o
los más débiles, echaron a llorar, se abrieron las puertas y en la calle estaban
esperando nuestros familiares.
La lección estaba aprendida. Eran los tiempos del Guerrero del Antifaz, del Hombre Enmascarado, y de Roberto Alcázar y Pedrín, especialmente, como lectura de nuestra cabecera.
En Albalate ha habido encierro de toros por las calles, para
nosotros, desde siempre. La plaza de toros se construyó en 1921. Los encierros
eran por tanto algo lógico, natural y esperado, todos los años. "Era todo
un ritual".
Desde la "Paridera de las Cabañuelas", a la derecha, dirección Lécera, y más allá de "la Cuesta de los Churreros", los toros venían libremente con sus cabestros, pastores y caballos. Nosotros salíamos a su encuentro, recién comidos, todos los 24 de septiembre. Los veíamos, los acompañábamos a una distancia prudencial, hasta que en la entrada del pueblo, a la altura de la "Torre Roya", que ya no existe, se cerraba por detrás de los toros con una valla; el pueblo, sus calles habían sido valladas convenientemente, un disparo de cohete y...¡sálvese el que pueda, y la Virgen de Arcos le ampare!
La subida hasta la plaza de toros, junto al castillo, era de auténticos corredores, de auténticos especialistas. El "cuello de botella" que se formaba a partir de la primera puerta, son tres en total, era impresionante. En esas circunstancias, o ganas a correr a los toros, cosa casi imposible, o les dejas paso quedándote agazapado, o te apartan a su manera. Era toda una lucha entre una posible cogida, a vida o muerte, o salir airoso, teniendo algo importante que contar. Era "nuestra puesta de largo", el paso a la hombría. Quedabas marcado para siempre.
Pero en la plaza era otra cosa. Había que tantear a los toros. Aquí el peligro es más grande, porque el espacio es más reducido, hay más gente, hay que atender a todos los toros a la vez, y no hay salida posible a no ser que encuentres un hueco en el burladero, o de un brinco saltes la barrera.
Cuando un toro cogía a algún mozo, la reacción de los demás compañeros era inmediata. Uno le cogía del rabo. A éste se le añadía otro. Y desde atrás, por ambos lados se agarraban al cuello y a los cuernos. ¡Visto y no visto!, una “montonada” de mozos caían sobre el toro. Se recogía al empitonado y se procedía a soltar al toro lo mismo que antes, pero al contrario. Mientras unos citaban al toro por delante, los de atrás se soltaban del rabo. Era pura solidaridad, puro ejercicio de supervivencia. Era la lucha del hombre ante la fiera. ¡Era impresionante!
La experiencia sexual era aprendida por la transmisión oral y "práctica" que otros chicos mayores impartían. No había fotos, no había libros, no había imagen alguna que te ayudara a pensar y a deducir. El silencio de los mayores era cómplice en el "cada uno hará lo que pueda". Lo más que se escuchaba eran algunos chistes, chascarrillos, e infortunios de las parejas recién casadas. Alguna abuela "más deslenguada" se atrevía a insinuar alguna cosa.
El aprendizaje era pues instintivo, consustancial con la naturaleza. Los escenarios eran las choperas, ribazos, ríos, cuevas, pajares y panizos. En los meses cálidos, por la noche, y antes del canto de los "serenos" (las 23 horas), se jugaba por las calles oscuras, empinadas y tortuosas, abundantes en bellos rincones, y al grito de "¡Tres navíos hay en el mar!", de un grupo de chicos-chicas, con la respuesta inmediata del otro grupo "¡Y otros tres a navegar!", comenzaba la busca y captura del contrario. Momentos muy propicios para hacerse el interesante, el protector, o en el ¡cógeme que me caigo!. El apretón estaba servido.
En el inicio sexual
había curiosidad, deseo de saber y de experimentar, prestación mutua en el
experimento; pero nunca había agresión, coacción y abuso de poder; excepto en
algún caso muy contado, que todos rechazábamos después. Ello era debido a la
falta de educación en los sentimientos por parte de algún chico de familia
desajustada. Lo normal era eso, "lo normal", lo natural. Hubo alguna
ocasión en que en el juego-experimento-aprendizaje participaron algunas chicas
con las que había más amistad, más convivencia, más confianza. Se hacía lo que
se podía y hasta donde se podía, quedando satisfechos-insatisfechos al mismo
tiempo. Creo que nadie se sentía violentado, abusado, utilizado. La amistad
continuaba después como si nada hubiera pasado. A estas alturas pienso, que el
recuerdo que cada uno podamos tener será el de la amistad, confianza, y cariño.
Cuando, después de tantos años nos encontramos, el abrazo sincero y gozoso que
nos damos es el mejor ejemplo de una niñez vivida con sinceridad y limpieza de
alma.
(Para saber más sobre el ambiente en Albalate en la época en la que estamos hablando se puede
leer en: www.etnografo.com/etnografia_de_la_memoria.htm )
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En este ambiente, con estos escenarios, con esta preparación, hubo un día que decidí ingresar en el seminario. ¿Por qué?
Después de una de aquellas charlas que se daban en la iglesia durante la semana de "dolores", anterior a la Semana Santa, me eché a llorar, repitiendo sin cesar que quería ir al seminario. Mi familia se quedó sorprendida. Yo también lo estaba. Nunca se había hablado de ello. No había ningún seminarista en el pueblo, que pudiera servir de referencia.
Yo veía que quien estaba al servicio de la gente eran, de una manera o de otra, los maestros, los médicos, la Guardia Civil; las demás personas se dedicaban a sus tareas y a sus familias; pero de entre todos, el cura era el que más me parecía que servía más y mejor, y con más desinterés, al bien de los demás. Esto era lo que yo quería, hacer algo por los demás. Por esto brotó en mí la idea de ir al seminario. El resto lo puso el cura de común acuerdo con mi madre. Mi madre antes de decidir escribió a mi padre, a Francia, para que diera su opinión y su consentimiento. La respuesta del exiliado anarquista fue tajante: "¡Que haga lo que crea conveniente!". Esto se daba en el mes de Abril de 1951. El 29 de Septiembre pisaba el umbral del Seminario de Alcorisa.
La preparación académica en los meses de verano fue muy intensa. Había que realizar un examen de ingreso, y necesitaba que se me concediera una beca. Mi padre todavía no podía ayudarme. Yo no lo conocía, pues se marchó cuando tenía once meses. Hubo que esperar al mes de Agosto de 1954 para el reencuentro.
Si la preparación escolar fue muy intensa, la preparación personal, íntima, fue todavía mucho más intensa. Tenía que superar unas costumbres, unos hábitos, unos deseos, y cambiarlos por otros más acordes con la exigencia del camino emprendido. La lucha interior fue muy grande. El destino estaba de mi parte.
El objetivo era para mí claro y rotundo: servir a la
sociedad de una manera especial ayudando todo lo que estuviera de mi parte para
mejorarla.
Puedo adelantar que la salida del sacerdocio, es decir "mi secularización", tuvo el mismo objetivo: servir a la sociedad sin límites dogmáticos, ni cortapisas del poder religioso. Los únicos límites serían en adelante los míos propios y los de la sociedad que nos estábamos construyendo Pero esto se explicará más adelante.