Via
Crucis
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Por José-Luis Félez
Soriano |
¡Qué forma más
curiosa de empezar un Vía Crucis! Sí, curiosa. Cristo ES entregado. Curioso de
verdad. Mientras no seguimos a Cristo en su camino a la Cruz, todo lo hizo El:
Cristo se hizo hombre, Cristo se humilló naciendo en un pesebre, Cristo huyó de
los aduladores, Cristo convirtió el agua en vino, Cristo pidió al Padre que
pasara el cáliz...
Excepto
ahora. Ahora decimos que Cristo es entregado. Y, ciertamente, resulta curiosa la
fórmula. Antes por activa o
reflexiva. Ahora, por pasiva. Cristo ES entegado por... Nadie se hace
responsable. Sí, curiosa fórmula.
No
queda lejos del comienzo de una película de terror. Lástima que no se pudiera
acompañar, como en el cine la escena inicial de un asesinato, con un gran acorde
de orquesta u órgano. Resultaría sobrecogedor. Y crearía ambiente. Como en el
cine.
Por lo
demás, la realidad es que Cristo “ya” no es entregado, pues Judas ya murió. Se
ahorcó ¿sabes? Y, sobre todo, porque ¿quién va a entregar a
Cristo?
No, es
imposible. Nadie es tan osado, ni tan malvado. Más bien podríamos considerarlo
un error de imprenta o de redacción : donde dice ES, debiera decir FUE.
Entonces, no ahora. (E incluso más bien podríamos pensar que jugábamos a
realizadores de cine, intentando crear ambiente) Porque hoy, en pleno siglo XX,
con lo avanzados que estamos en cultura ¿quién se va a molestar por uno que
viene a decirnos que su reino no es de este mundo, que nos debemos amar como
hermanos, que debemos perdonar al enemigo? Hoy, los hombres del siglo XX, tan
avanzado él, tan avanzados ellos, lo tacharíamos de loco, lo mandaríamos al
siquíatra, diríamos ¡pobrecillo!, comentaríamos con el vecino o en la oficina:
“no obstante, no era mala persona”, y nos quedaríamos tan
tranquilos.
Porque, de verdad, seamos sinceros, pongámonos la mano en el pecho y respondamos: ¿quién iba a entregar hoy en día a Cristo?
2ª
ESTACION
CRISTO
ES AZOTADO
A Cristo se le empezó a romper la carne...
A Alfredo el corazón...
A Cristo le manaba sangre...
A Alfredo le hervía la sangre...
Y otro... y otro latigazo...
Cristo cayó al pie de la columna deshecho, roto.
Y un hombre sin trabajo, una mujer con cáncer, un obrero con cien duros de horas menos, una madre maniatada, y un marido que ya no lo era, le miraban con consuelo.
Sí, Cristo, hubiste de ser azotado para que los azotados no se sintieran
tan solos. Hubiste de ser azotado para que hubiera verdugos. Porque... ¡qué
asco, Cristo, si hoy en día no estuviéramos unos cuantos valientes para empuñar
el látigo!
3ª
ESTACION
No, no fueron nuestros pecados los que le hicieron caer por tierra. No, ¡qué va! ¡Qué orgullo más siniestro el de los hombres! ¡Pretender que Dios ruede por tierra achantado por nuestros pecados! ¡Infelices! ¿Sabemos, acaso, pecar? ¿Acaso muchos pecados “de los nuestros” pueden siquiera hacer tambalear a Dios? Si así fuera, ¿por qué no unir nuestros esfuerzos, a fin de desterrar a Cristo definitivamente del Universo? Porque, la verdad, está molestando mucho, demasiado.
Nos está diciendo que no pisoteemos, que no explotemos, que suframos con
el que sufre, que lloremos con el que llora, que soportemos el mal genio de
nuestro cónyuge, la negación de nuestra novia; que perdonemos la traición de
nuestro amigo, la zancadilla de nuestro compañero, la prisa del transeúnte, la
imprudencia del conductor; que tendamos una mano al caído, al que sufre, al
solitario, al desesperado, a la prostituta, al impaciente, al enfermo, al pobre,
al invertido...
En resumidas cuentas: tiene la desfachatez de pedirnos que amemos a
nuestro prójimo nada más y nada menos que como a nosotros
mismos.
Pero Cristo, ¿Tú crees que mi corazón es tan grande como para eso? ¿Tú
crees que podré dar cabida a todos ellos? ¿Crees que va a resultarme fácil?
¿Crees que voy a poder con esa “Cruz”?
No, no vamos a poder. De ninguna manera. Porque El tampoco pudo con su
Cruz. Demasiado grande, demasiado pesada. Amarnos hasta la muerte... era
demasiado hasta para Dios hecho hombre. Sintió nuestra debilidad, cedió a
nuestra debilidad, cayó, se levantó y continuó.
Gracias, Cristo, por tu debilidad, dejando sentir nuestra debilidad en tu
propia carne. Gracias, Cristo, porque Tu debilidad por mí, afirma mi fortaleza
Contigo.
4ª
ESTACION
JESUS
Y MADRE MARIA SE ENCUENTRAN
FRENTE
A FRENTE
A la Pasión de Cristo se le llama Drama. El Drama de la Pasión. Bajo este título se representa en mil teatros, en decenas de películas de todas las épocas. Pero de todo el Drama, uno de los momentos más excelsos, más sobrecogedores, quizá sea éste en que Jesús, Hijo, se encuentra con María, Madre.
Olvidémonos un momento del Hijo y volvamos la vista a la Madre. Su Hijo
nos lo agradecerá.
Yo he visto un Vía Crucis en el que Madre María está de pie, frente al
Hijo, segura, firme, con un pequeño adelantamiento de las manos hacia El, pero
clavada en su sitio, sin un temblor, sin una vacilación, soportando la mirada
angustiada y dolorida del Hijo. Me conmovió. Y me hizo
pensar.
¿Qué madre que se precie de serlo, ante un simple resfriado de su hijo,
no pone todos los remedios a su alcance para atajarlo? ¿Qué madre no rompe en
llanto cuando ve a su hijo derramar lágrimas amargas? ¿Qué madre no pierde horas
de sueño sabiendo lo que pudiera ocurrirle a su hijo acusado de estafa en la
empresa? ¿Qué madre no corre a secar el sudor del hijo encarcelado, maltratado?
¿Qué madre no apela al juez supremo ante una sentencia de muerte, justa o
injusta, que igual da, contra su hijo? ¿Qué madre no ofrece su vida a cambio de
la de su hijo?
Todas, sin excepción. Excepto Madre María. ¿Por qué? ¿Porque su Hijo era
Dios? ¿Porque su Hijo no era de hombre, sino de Espíritu Santo? ¿Porque era
Santa María? ¿Porque se le apareció el Arcángel? ¿Porque no tuvo valor? ¿Porque
tuvo miedo? No, nada de eso. La respuesta es simple: porque dijo: “Hágase tu
voluntad”. Tantas o más veces que nosotros, lo dijo. Porque nosotros, Madre, ya
ves, ya oyes: Hágase tu voluntad, así en la tierra... todos los días, muchas
veces todos los días, todos los años de nuestra vida.
Hágase tu voluntad, pero pagamos a nuestros obreros el mínimo exigido.
Hágase tu voluntad, pero trabajar por la empresa, lo justo. Hágase tu voluntad,
pero maldecimos la tormenta que arrasa nuestros campos. Hágase tu voluntad, pero
intentamos destruir el hijo que nos has dado. Hágase tu voluntad, pero te
echamos en cara la esterilidad que nos impide tener un hijo. Hágase tu voluntad,
pero dejamos que Juan siga pasando hambre, “porque es tu voluntad”. Hágase tu
voluntad, pero seguimos fastidiando al compañero, “porque yo valgo más que él”.
Hágase tu voluntad, pero llamamos con desprecio viejos a los ancianos “porque ya
no sirven para nada”. Hágase tu voluntad y por eso, que los delincuentes paguen
su culpa en la cárcel. Hágase tu voluntad, y por eso, que la madre soltera se
convierta en prostituta, porque ya sabía lo que hacía. Hágase tu voluntad, y por
eso que Pedro se acoja al paro obrero, o que no hubiera protestado de su
sueldo.
Hágase tu voluntad, hágase tu voluntad, hágase tu voluntad... Y por eso,
Cristo, atente a las consecuencias: Tú lo quisiste, y por eso, nosotros hemos de
seguir pecando.
Mientras tanto Tú, Madre María, sigue clavada ahí de pie, diciendo “hágase tu voluntad”... o estamos perdidos. Ya ves que nuestros “hágase tu voluntad” no valen gran cosa.
5ª
ESTACION
EL CIRENEO AYUDA A
CRISTO A LLEVAR LA CRUZ
¡Al fin! Al fin, ya hemos llegado a una estación que resulta simpática, la más simpática de todas, la más agradable, la más zalamera, la más cristiana. Al fin, encontramos a un hombre, solo uno en todo el camino del Calvario, digno, afable, compasivo, humano, amoroso. Cristiano, en definitiva. El Cireneo ayuda a llevar la Cruz a Cristo. ¡Qué estampa! Un hombrón –porque era un hombrón, seguro- tira su azada reluciente de tanto arañar la tierra, abraza con sus manos la Cruz de Cristo, -manos callosas de tanto acariciar la azada, seguro- hinca los riñones sobre sus musculosas piernas, -musculosas de tanto pisar sobre las piedras del campo, seguro- y, orgulloso, presumiendo de que su nombre o al menos su origen pasaría a la historia, y ocuparía una estación en nuestro Vía Crucis, ayuda a Cristo a llevar su Cruz.
¡Pobre Cireneo! ¡Qué pena me da el Cireneo! Su azada reluciente, sus manos callosas, sus musculosas piernas... ¡qué pena me dan! ¡Qué pena! Porque el Cireneo, para llevar la Cruz con Cristo fue obligado. El, que tuvo en sus manos la transformación del mundo cogiendo, tomando para sí la Cruz de Cristo, hubo de ser obligado. Uno entre todos... y obligado. ¡Pobre Cireneo!
Menos mal que el camino de Cristo con su Cruz se terminó en el Calvario, si no... ¿Cuántos cireneos estaríamos hoy contemplando insensiblemente cómo lleva Cristo su Cruz?
Pero Cristo resucitó. Cristo está en la Gloria. Cristo dejó ya su Cruz, y ya no hay peligro de ser otros cireneos. ¡Qué respiro, Cristo! ¡Menos mal que elegiste un lugar próximo para tu crucifixión, Señor! Así todo se ha solucionado satisfactoriamente.
Y aún con todo, los curas se empeñan en decirnos que Cristo con su Cruz es el que tiene hambre, el niño que pasa frío, el obrero que estira su sueldo hasta lo imposible, el drogadicto sin fuerzas para combatir, el enfermo incurable, la esposa que se sabe engañada, la chica fea con quien nadie quiere bailar, el compañero al que se rechaza el saludo porque sus ideas son distintas de las nuestras...
Pero, ¡qué queréis que haga! Yo ya llevo mi Cruz y muy pesada, por cierto. Los demás...¡que se chinchen y apechuguen con la suya!
Sí, eso es, que se chinchen y apechuguen con la suya. Porque eso de ser Cireneos de otra Cruz, a los hombres del siglo XX... no nos va, ¿verdad?
6ª
ESTACION
LA VERONICA LIMPIA
EL ROSTRO DE CRISTO
¡Ahí es nada! Una mujer, una sencilla mujer, se acerca a Cristo y limpia su rostro ensangrentado, sudoroso, embarrado. El Cireneo fue obligado. La Verónica, quiso. Y este gesto sencillo, valiente, compasivo, amoroso en fin, le valió a la Verónica el que su nombre se inmortalizara en todos los Vía Crucis y hasta en todas las corridas de toros. Y Cristo le pagó su amor, de momento materialmente, dejando plasmada su imagen en su pañuelo.
¡Su pañuelo! Un detalle insignificante, que no se puede pasar por alto. Su pañuelo. Todo el gesto sencillo, valiente, compasivo y amoroso de la Verónica hubiera sido nada si no hubiera llevado y desplegado su pañuelo. Cristo se hubiera quedado con el rostro ensangrentado, sudoroso, embarrado.
Si yo no llevo mi pañuelo siempre dispuesto a desplegarlo, de ninguna de las maneras podré limpiar el rostro a un Cristo sudoroso, a un cristo que trabaja en una oficina; a un cristo que trabaja en una fábrica; a un cristo que trabaja en una mina; a un cristo que trabaja en un carrito de ruedas; a un cristo que, ciego, vende iguales en una esquina; a un cristo que, soportando el sol del verano y el frío del invierno organiza el tráfico en medio de una capital; a un cristo que desespera de ver que su sueldo no es suficiente para sí y para los suyos; a un cristo que, caído, no sabe salir del pozo en que, sin tan apenas quererlo, cayó; a un cristo al que le han dado de bofetadas y no encuentra una mano amiga que suavice esas ofensas prodigándole unas caricias; a un cristo a quien se le ha fugado la mujer; a un cristo preso, porque le vencieron sus instintos; a un cristo que desahoga la frialdad de su esposa en un prostíbulo; a un cristo de corta edad con el vientre hinchado porque tiene hambre; a un cristo de avanzada edad que no tiene donde acogerse; a un cristo que, con las manos al volante recorre kilómetros y kilómetros en pesada soledad; a un cristo que, al frente de una máquina de tren, mira atento dos líneas de hierro interminables; a un cristo...
Señora Verónica, pídele al Cristo de tu pañuelo que nos proporcione uno del mismo tejido que el tuyo, el tejido del amor, que nosotros nos encargamos de ir bordando poco a poco su imagen en él, a base de limpiar, de acariciar su rostro en muchos cristos.
7ª
ESTACION
NUEVA
CAIDA DE CRISTO
No es de extrañar, Cristo. Eres hombre y el peso se deja sentir. Eres hombre y, a veces, las espaldas ya no dan más de sí. Eres hombre y las murmuraciones (¿pues no decía que era Dios?), achantan. Eres hombre y las incomprensiones (¡bonita forma de obrar! ¡y encima se cree un dios!), aplanan. Eres hombre, y los dolores físicos, a veces, llegan a impedir el esfuerzo que exige la lucha. Eres hombre y las carcajadas contenidas de los demás (¿no lo viste? le echó perfume a sus pies y se los secó con su propia melena), acobardan. Eres hombre y las envidias (curaste a un ciego, pero yo estoy cojo y así sigo) aturden. Eres hombre y los desprecios (¿ese? ¡ese nada, hombre! Mucho hablar, pero...) aniquilan. Eres hombre y los abandonos (¡déjalo en paz, él se lo ha buscado!), hieren mortalmente.
No, no era de extrañar que tuvieras otra caída (¿qué número hará ésta?), porque eres hombre. Pero el Dios que Tú llevabas dentro lo sentiste a la par que la tierra besaba brutalmente tu rostro y cobraste nuevos bríos para levantarte otra vez y otra vez seguir adelante.
Oyeme, Cristo, también yo soy hombre, y, por tanto, también siento el peso muy frecuentemente. También me achantan las murmuraciones, y me aplanan las decepciones. También el dolor me impide la lucha y las risas burlonas me acobardan. Igual que a Ti, las envidias me aturden y los desprecios me aniquilan. Y también me siento herido de muerte cuando me sé abandonado. No, no te extrañen mis repetidas caídas, porque soy hombre como Tú, Cristo.
Lo malo es que también yo llevo a mi Dios dentro, pues a su imagen y semejanza fui hecho, pero no lo siento; o, si lo siento, no quiero levantarme; o, si me levanto, me cuesta ponerme en camino nuevamente. Y, claro, la luz del día se va. Viene la noche. Y entonces, a ciegas, vuelta a tambalear y vuelta a caer. Y allí, solo, sin ayuda, tan solo con las murmuraciones, y las incomprensiones, y las envidias y mi cansancio, y las risas siniestras, y los desprecios, siento hundirme en el fango del camino cada vez más. Ya no laten mis nobles sentimientos. Mi amor lo noto esfumarse. Mi sacrificio ya no es tal. Y empiezo a retroceder.
¡Es duro el Vía Crucis, Cristo amigo! ¡Muy duro! Pero no éste, sino el
otro; el de la rutina diaria, el del amor mantenido constantemente, el de la
entrega sin esperar recompensa, el del sacrificio sin lanzar una queja, el de la
renuncia a algo lícitamente desable, el de la aceptación de la crítica sin que
se hiera nuestro orgullo, el de vivir tu compañía cuando nos sentimos
abandonados de todos, el de ver tu cariñosa comprensión a mi amor cuando nadie
me comprende. Y, sobre todo, el de seguir queriéndote a Ti, Cristo, en todos los
cristos que me rodean. ¡Dame valor, Cristo, échame una mano y dame un empujón
que me obligue a seguir en mi camino!
8ª
ESTACION
UNAS MUJERES LLORAN
AL VER A CRISTO
¡Que compasivas mujeres! ¡Cómo sentían ver sufrir a Cristo! ¡Cómo hacían suyo el sufrimiento de Cristo! La visión de un hombre, Cristo, ensangrentado, dolorido, sucio, descompuesto, un despojo humano en suma, las conmueve hasta el punto de derramar lágrimas en abundancia. Tantas, que Cristo las ve. Tantas y tan compungidas que a Cristo le hacen hablar, sobreponiéndose a su agudo dolor. ¡Pobres mujeres! ¡Qué lástima me producen! Sintieron el dolor de Cristo, sí, igual que la Verónica. Lágrimas amargas corrieron por sus mejillas, sí, como las que también la Verónica hubo de derramar. Lágrimas que enjugaron con su propio pañuelo. Pero, al revés que ésta sencilla y maravillosa mujer, ellas lo usaron para sí, en lugar de para El.
Como nosotros. Igual que nosotros. Leemos un accidente mortal en el periódico y decimos ¡pobre viuda! ¡pobres hijos! Nos cuentan el desastre de la cosecha por el granizo y decimos ¡pobres labradores! Un conocido nuestro se ha vuelto loco y exclamamos otra vez ¡pobre! Un vecino se ha quedado sin trabajo y lamentamos el plan de su casa. Ante la noticia de una matanza en El Salvador o Afganistán nos horrorizamos. La estadística de los que mueren de hambre diariamente, nos estremece. Al enterarnos del incremento de divorcios decimos que dónde vamos a parar. Los abortos nos revuelven las entrañas. La delincuencia juvenil y las drogas nos aterrorizan. La prostitución nos hace compadecer a tantos y tantas esclavos de ella.
Y por todo esto, lloramos. Lloramos amargamente. Como las pobrecitas mujeres, sacamos nuestro pañuelo, nos enjugamos las lágrimas y nos sonamos las narices.
Y no nos damos cuenta (o no queremos darnos cuenta) de que nuestro pecado contra Dios es un accidente mortal, que nuestros pecados contra Dios, por veniales que sean, son el granizo que destruye nuestra cosecha; que nuestra locura, nuestro desorden interior, es causa del pecado; que la falta de actividad en nuestro cometido cristiano, la produce el pecado; que nuestras murmuraciones, muestras críticas malsanas, nuestras sospechas compartidas, descomponen el rostro de Cristo. No, no nos damos cuenta de esto. No vemos esto. Tan solo vemos, como las mujeres de nuestro Vía Crucis, el fallo de nuestro compañero, la incomodidad que nos produce el vecino, las trabas del competidor a nuestros intereses, la mayor entrega del generoso y que nosotros llamamos orgullo; nos solivianta el cuidado que nos procuran nuestros mayores, consideramos cretino el consejo del experimentado, aunque solo experimentado sea; nos reimos ante la vista de una anciana, que nosotros llamamos beata, postrada delante de la Virgen, desgranando un rosario; guardamos nuestra devoción sólo para la Misa del Domingo, sin acordarnos de la presencia de Cristo en el Sagrario.
En resumidas cuentas, tenemos hecho un Evangelio de bolsillo, que solo usamos cuando nos conviene y en la parte que nos conviene. Y encima, al igual que las mujeres que nos ocupan, tendemos la mano en el Evangelio esperando recoger el fruto de una siembra que no hemos hecho.
Cristo, haz que no veamos tan solo el pequeño detalle de nuesto vecino, padre, hermano, hijo, amigo o compañero, que nos impide ver el desarrollado y arraigado vicio propio.
Evítanos, Señor, esas lágrimas falsamente compungidas de las mujeres de tu Vía Crucis, compadeciéndose de tu mal y no del suyo, para que nunca nos veamos en el trance de oir tu voz grave, resentida y dolorida, diciéndonos, como a ellas: “No os confeséis de los pecados de los demás. Id y llorad más bien por vuestros propios pecados”.
9ª
ESTACION
CRISTO CAE POR
TERCERA VEZ
Hubo de caer tres veces, tres veces rodando por tierra, para que nos diéramos cuenta del poco valor que tienen nuestras caídas. Tuvo que caer tres veces y volverse a levantar, para que nosotros viéramos que lo importante, la virtud, no está en el no caer, sino en saberse levantar. Tuvo que rodar por tierra, esta maldita tierra tres veces, para hacernos entender que la tierra es el único camino que puede conducirnos al cielo. Cristo cayó tres veces para que aprendiéramos que El no pide tanto nuestra virtud, como el esfuerzo puesto en conseguirla.
Y nosotros seguimos tendiendo, una vez más, la mano en el Evangelio, esperando recoger el fruto, sin que nos cueste esfuerzo. ¡Qué pena!
Cristo cae y nosotros no nos reímos de su caída, porque sería una blasfemia. Pero nosotros vemos caer a un hermano en la borrachera humana... y.. ¡mejor es no meterse! Pero no es blasfemia. Vemos caer a nuestro hermano en la desesperación del paro forzoso y decimos ¡pobre! Pero no es blasfemia. Vemos caer a nuestro hermano en la murmuración y no cambiamos de conversación. Pero no es blasfemia. Vemos caer al patrono de nuestra fábrica en el abuso económico con sus obreros y no gritamos. Pero no es blasfemia. Tenemos una barra de pan y una jarra de vino sobrantes en nuestra mesa, y nadie, NADIE, se levanta de ella para llevarla a un hambriento. Pero no es blasfemia.
Como la próxima vez, Señor, no caigas más veces, estamos perdidos.
Ya ves que tres... no es gran cosa.
10ª
ESTACION
CRISTO
ES DESNUDADO
Dicen que esta estación es la que está de moda. La que más se desarrolla en la actualidad. La que más expresa y apoya la causa social. La que más defiende al pobre. La más fuerte, en definitiva. La que en los Vía Crucis comunitarios se reserva el cura “para pegar palo”. Dicen que es ésta, la décima, la que más hace reaccionar a quienes practican el Vía Crucis, en favor del pobre, del indigente, del necesitado.
Es fácil de comprender. Por muy pobre que uno sea, siempre se tienen unos harapos, aunque sólo harapos sean, para cubrirse. Y, claro, al decir que Cristo es desnudado, queremos ver su desnudez en el deshauciado, en el leproso, en el casi muerto de hambre, en el trabajador en paro, en el obrero con sueldo mínimo, en la prostituta despreciada, en el anciano desamparado, en el ladrón por necesidad apaleado, etc., etc.
Y esto nos evita ver otras desnudeces de Cristo, tanto o más dolorosas y graves que éstas. ¿Acaso no es desnudado Cristo, cuando nosotros que no somos harapientos, ni leprosos, ni parados, ni prostitutas, ni ancianos desamparados, ni ladrones apaleados, ni etc., etc, cuando nosotros, digo
- robamos tiempo por la mañana a la Empresa?
- o escamoteamos a Dios el principio y fin de la Misa?
- o hablamos durante el sermón del sacerdote?
- o murmuramos sobre el comportamiento de una conocida?
- o, por comodidad, no damos consuelo al compañero triste?
- o, por no comprometernos, no ofrecemos nuestra ayuda al caído?
- o, por temor, rechazamos una carga que obliga a mucho?
- o cuando llamamos loco a quien no comulga con nuestras ideas?
- o, porque siendo cómodos, exigimos comodidad sin complicaciones a los nuestros?
- o criticamos el hacer de alguien mientras nosotros cruzamos los brazos?
- o cuando señalamos un pecado en el prójimo sin reconocerlo en nosotros?
- o cuando juzgamos duramente el comportamiento de una persona porque a nosotros no nos va esa persona o su comportamiento?
No, indudablemente, todo esto son pequeñeces tan insignificantes que de ningún modo se puede decir que con ellas desnudemos a Cristo. ¡Faltaría más! Nadie podrá acusarnos por esas... tonterías de formar una guerra. Y, sin embargo, la Comisión Nacional Justicia y Paz dice textualmente: “Cada vez que uno de nosotros rompe un lazo de fraternidad por medio de sus obras, palabras o juicios, ha dado un paso, infinitesimal si se quiere, pero real, en el camino de la guerra”. ¡Bah! Pero eso son cosas que dicen unos señores a quienes les debe ir mucho en ello ¡Qué sabrán de la vida real esos mentecatos! Pero es que también S. Pablo dice:”El evitar el escándalo de un hermano y respetarlo es lo que ha de presidir las relaciones entre cristianos”. ¡Otro mentecato! ¡Después de tantos desatinos, venga el mea culpa y a predicar! Pero ahora es Cristo quien dice: “Todos vosotros sois mis hermanos”. ¿Lo tacharemos también de mentecato?
Que no. Que no nos ponemos de acuerdo. Que aquello no tiene nada que ver con esto. Que una cosa es desnudar a Cristo y otra muy distinta todo lo demás. Pero ¿quién va a ser el osado que se atreva a quitarle siquiera el polvo de sus sandalias? Yo seré intransigente, o perderé el tiempo en la oficina, o veré con malos ojos al vecino, o me cruzaré de brazos mientras critico, o lo que sea. Pero ¿atreverme yo, YO, a desnudar a Cristo para clavarlo en la cruz? ¡Eso ni hablar! ¡Habrase visto!
Anda, Cristo amigo, ya ves que estamos hechos un lío. ¿Quieres venir Tú vestido con tus mejores ropas y explicarnos detenida y claramente cuándo y cómo te desnudamos?
11ª
ESTACION
CRISTO ES
CRUCIFICADO
¡Y nos quedamos tan tranquilos! Cristo es crucificado. ¡Y lo decimos sin temblar ni inmutarnos! Cristo es crucificado. (¡Ya se hace largo este Vía Crucis!). Cristo es crucificado. (¡Lo que es mañana me levanto lo más tarde posible!). Cristo es crucificado. (¡No sé por qué el jefe no da puente esta Semana Santa!). Cristo es crucificado. (¡Y el imbécil de Juan, porque no es más que un imbécil, insultando a Paco! ¡Si será...!). Cristo es crucificado. ¡Y nos quedamos tan tranquilos!
Y pasamos a otra estación. Cristo “ya” fue crucificado. “Ya
pasó”.
Y los cristianos lo hemos celebrado como celebramos la muerte de un ser
querido. El día de la muerte, muchos lloros. Al siguiente, muchos lloros. Al
otro, ya no tantos, Al año, unos pocos lloros. Al siguiente... cara triste. Al
otro, nada. “Ya” pasó todo.
Porque ahora, Cristo ya no es crucificado, ¿verdad? Ahora ya no hay
pobres, ni afligidos, ni gente que sufre, ni niños que quieren pan, ni obreros
esclavizados, ni borrachos, ni patronos egoístas, ni prostitutas, ni envidias,
ni rencores. ¿Verdad que no? Porque Cristo “ya” fue crucificado. ¿O acaso
todavía lo estamos crucificando? ¡Bah! No, no puede ser. Cristo ahora ya no es
crucificado porque Cristo “ya” fue crucificado. No decididamente, no puede ser.
Porque aquello... “aquello”... “ya” pasó.
12ª
ESTACION
CRISTO
YA HA MUERTO
- ¡Hijo mío! ¡Al fin!
¡Al fin lo has conseguido! No te lo echo en cara, porque Tú ya me lo avisaste en
aquella tu primera sonrisa a poco de nacer. Hasta me parece que me cucaste un
poquito el ojo, como haciéndome cómplice. Ya está todo terminado. Pero... mi
dolor empieza ahora con más intensidad, ¿sabes? Sí, Hijo, sí. Porque presiento
que todo tu esfuerzo va a producir fruto muy lentamente, demasiado lentamente.
Pero si Tú lo quieres así... Ya lo has conseguido. Quisiste quererlos y ellos no
han aceptado Tu amor. Ya ves... Roto, maltrecho, desangrado, lanceado, coronado,
crucificado... Ya ves...
- ¡Madre! ¡Hola,
Madre! No te apenes por Mí, que me haces daño en el alma, porque en el cuerpo ya
no cabe más dolor. No te preocupes por Mí. No importan los resultados de mi
esfuerzo. No importan, de verdad. El Padre es el que manda, y el que, en
definitiva, decidirá sobre la cosecha. Yo sólo cumplí con mi obligación. Sí,
Madre, con mi obligación, con mi misión. Yo quise hacerles ver que el corazón no
tiene límites para el amor. Que resulta doloroso para quien ama comprobar que la
persona amada sufre. Y por eso Yo no tuve más remedio que meterme en sus vidas.
Unos me aceptaron, otros simplemente me toleraron, otros no me tragaron, otros
me despacharon, otros me criticaron, otros me calumniaron, otros me lanzaron
piedras, otros me hirieron, otros me condenaron, otros me cargaron con Cruz,
otros me crucificaron... Pero también, Madre, hubo algunos pocos que me amaron,
que me comprendieron o quisieron comprenderme. Y estos son los que de verdad me
importan, porque para éstos había llegado su hora; para aquellos otros, todavía
no. Pero no temas. Para que se dieran cuenta, era preciso esto: que yo los amara
de la única manera que yo sé amar: hasta el extremo. ¿Ves, Madre? ¿Qué importa
lo demás? ¿Qué importa que Yo esté deshecho, destrozado, aniquilado, sin vida,
roto del todo, si precisamente Yo mismo le dije al Padre: “No se haga mi
voluntad, sino la Tuya”?
13ª
ESTACION
- Hijo mío, de nuevo te tengo sobre mis brazos. De nuevo puedo abrazarte
como antes, de recién nacido (¡qué tiempos aquellos!) y apretarte contra mi
pecho ansioso de ti. Hacía muchos años que no te tenía de igual modo, muchos;
desde que, siendo pequeño, jugabas en la carpintería de papá y te caías y venías
a mí corriendo, con enormes churretones y abundantes lágrimas, a que te
consolara. ¡Y qué fuerte llorabas, hijo mío! Pues desde entonces que no te tengo
así, fundidos los dos en un abrazo. Sin embargo, Jesús querido, ¡qué diferencia
de entonces a estos momentos! Entonces llorabas, pero tus lágrimas no
entristecían a Madre. Yo te adulaba un poco: “¡Pobrecito, mi Rey, que se ha
hecho daño!” y a jugar otra vez. Pero ahora, en cambio... ¡ni siquiera consuelo
puedo darte! ¿Quién te ha puesto así, hijo mío? ¿Era necesario? ¿Tanto los amas?
Yo te entregué al mundo todo entero, hermoso, arrogante muchacho. Y mira cómo me
vienes, después de pasar por sus manos. ¿Así pagan los hombres, hijos del Padre,
hijos míos por recomendación tuya, hermanos tuyos todos, así pagan los hombres
tu amor? No lo comprendo; pero a pesar de no comprenderlo, lo acepto, porque a
Ti, hijo mío, no se te debe intentar comprender, sino seguirte en
silencio.
Sí, queridísimo mío, sí, aunque no comprenda tus razones, sé cuales son;
era necesario, totalmente necesario que tú los quisieras de este modo, para que
ellos te odiaran de éste modo. Todo lo tenías previsto. Tú contabas con los
altaneros, para salvar a los humildes. Tú te alejaste de los ricos, para que se
te acercaran los pobres. Tú rechazaste a los inteligentes escribas para abrazar
a los sencillos. Tú abandonaste a los primeros para echar una mano a los
últimos. Tú desviaste la vista de los sanos, para posarla, amorosa, en los
enfermos. Tú huíste de las alabanzas, encerrándote en la inmensa soledad y
profundo silencio del desierto. Tú despreciaste a los bulliciosos limosneros,
para sonreir a quienes lloraban, avergonzados, sus pecados. Tú llamaste amigo a
quien te entregó, porque aún lo amabas. Tú salvaste al ladrón crucificado y
sonreíste a la pecadora María, porque tuvieron un gesto de amor hacia ti. Tú, en fin, los
amas tanto, que entregas a tu Madre como madre suya y mueres suplicando al
Padre, después de lo que te han hecho, perdón para
ellos.
Por eso, Hijo mío, yo no intento comprenderte. Sería imposible. Yo, Hijo,
solo te quiero. Eso sí, te quiero y mucho. ¿Cuánto? Pues todo lo que una Madre
como yo puede querer a un Hijo como tú. Así te quiero. Y porque tú lo quieres,
les amo tanto a ellos que, aun teniéndote muerto en mis brazos, sólo sé
decirles:
-
Gracias, hombres, amigos míos, hijos míos, hermanos de mi Hijo.
Gracias a vosotros, los humildes, y los pobres, y los sencillos, y los últimos,
y los enfermos, y los solitarios, y los que lloráis vuestros pecados. También a
vosotros, los que lo entregasteis, lo compadecisteis, lo amasteis, lo
calumniasteis, lo insultasteis; a quienes le pusisteis corona de espinas, lo
flagelasteis, lo cargasteis con la Cruz, lo desnudasteis y colocasteis sobre
ella, y a quienes, golpe a golpe, en ella lo clavasteis, los que os rifasteis su
túnica (¡menuda suerte a quien le tocó!) a quien lo lanceó y a quien le dio hiel
con vinagre para su sed. A todos, hijos míos queridos, hermanos suyos, gracias,
muchas gracias. Gracias en su nombre porque, entre todos, habéis hecho posible
este milagro de amor, imposible sin vosotros. Y gracias en mi nombre porque,
aunque roto y muerto, me habéis dado ocasión de volver a abrazar a mi Hijo,
vuestro Cristo.
14ª
ESTACION
CRISTO
ESPERA EN EL SEPULCRO
¿Por qué Cristo, siendo Dios, tuvo que esperar tres días a su
Resurrección? ¿Por qué Cristo, siendo Dios, se permitió estar muerto tanto
tiempo? ¿Acaso con esa actitud no nos pone en la tentación de pensar que Cristo
perdió un tiempo precioso? ¿Por qué Cristo, siendo Dios, obró así?
Al ver temblar la tierra, romperse el velo del templo y oscurecerse el
cielo, el Centurión y los que con él estaban dijeron: “Verdaderamente este era
Hijo de Dios”. ¿Por qué Cristo, pues, no aprovechó ese momento sicológico para
resucitar nada más bajarlo de la Cruz, y caminar entre todos los asistentes y
presentarse a Pilato y a los Sumos Sacerdotes, con las heridas frescas, todavía
chorreantes, pero lleno de vida, con un resplandor de luz a su alrededor? Todos
hubieran creído en El y todo se hubiera solucionado prontamente. Pero Cristo no
hizo eso. ¿Por qué? Cristo prefirió estar muerto, perdiendo el tiempo, durante
tres días en su sepulcro. ¿Por qué?
Nuestra soberbia de hombres no nos deja ver su humildad de Dios. Cristo
muerto..., enterrado... esperando... ¿qué?
¡Qué bonitamente celebramos la Pasión! El jueves cenamos con El y lo
entregamos; el viernes, lo crucificamos y lo enterramos; y el sábado como si
tuviéramos prisa, miedo, el sábado noche lo resucitamos. Jueves y Viernes,
porque Cristo va a morir y muere, guardamos fiesta y nos vamos a esquiar; en la
tele, las películas son históricas de aquella época, que alternan con
procesiones de suntuosas imágenes y excesivos tambores; las emisoras de radio
incrementan sus emisiones de música clásica y religiosa; un orador de palabra
fácil predica las siete palabras; menudean los teatros en los que se representa
la Pasión; los bingos y salas de fiesta puede que sufran un bajón en su
clientela. Pero el sábado, con la excusa de la alegría de Cristo resucitado,
nuestros esquís descienden más velozmente, ya no hay motivo para privarse de esa
película u obra de teatro atrevida, ya podemos ir a cantar bingo, el marisco
está fresco y suculento, y hasta los prostíbulos brillarán más con caras
descansadas de dos días.
Y un año más, Cristo habrá fracasado, en lenguaje de los hombres. Y al
año próximo, rondando la primavera, los hombres lo volveremos a
crucificar.
Hacía falta, por lo visto, que Cristo continuara muerto para frenar
nuestros ímpetus o, al menos, no caer de nuevo en la rutina. ¡Muérete, Señor!
¡Muérete! ¡Muérete otra vez! Y esta vez espera más tiempo a
resucitar.
¿Por qué “perdió” el tiempo Cristo en el sepulcro?
¿Qué espera Cristo en el sepulcro?