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La muerte. Reflexiones de un no-creyente |
Por Arturo Bosque |
Introducción
El artículo de José Mª
Alcober "¿Qué es la muerte?" me hizo pensar. Me di
cuenta de la barrera insalvable que existe entre su cosmología y
la mía. Frases con gran contenido emocional para mi amigo
("Dios es amor", "queridos por el Padre
Dios", "viviremos eternamente, porque eternamente
seguiremos siendo amados...", "el trance de la muerte
será también la liberación total de nuestra propia capacidad
de amar", "la omnipotencia omnipaciente del
Todo-Amor", "Muerte que, siendo aparentemente el
último y definitivo fracaso, será en realidad el definitivo
triunfo del Amor") se me presentan huecas para mí. Están
vacías porque si Dios no existe (nada me confirma su existencia)
todas las expresiones se quedan en el aire. El por qué he
llegado a esa conclusión no entra en el contenido del presente
artículo que se circunscribe a la muerte. Esta diferencia de
pensar me incitó a escribir sobre el mismo tema para que
quedara, en el "papel", constancia de que existen otras
formas de encarar un mismo asunto. Me frené porque soy muy
respetuoso con las creencias ajenas. Podría alguien molestarse
por mi forma de pensar tan radicalmente distinta de la que nos
enseñaron en el Seminario que compartimos. Así que, ayudado
también por la pereza de poner en orden mis propias ideas,
desistí hasta que...
A la salida del funeral
del amigo Andrés, Gonzalo Borrás me "desafió" para
que vertiera en SUBPORTICA mis pensamientos sobre la muerte. Uno,
a quien en el fondo le gusta el debate, no aguantó la tentación
y aceptó el reto. Todo lo que viene a continuación son
reflexiones, ya antiguas, que he rehecho para compartirlas con
vosotros.
Ante todo, tal vez para
entender mejor lo que sigue, quiero enseñar el panorama
ideológico de uno que piensa que la mejor manera de acercarse a
la realidad es el método científico que, poco a poco, le
condujo al ateísmo. Para alguien que piense así, no existe una
Inteligencia Superior que esté controlando el mundo y sus
personajes. El hombre es un animal evolucionado a partir de
mamíferos más simples, que, a su vez, evolucionaron de otras
especies. El principio de cualquier animal o planta fue una
célula, que consta de diferentes estructuras, entre ellas una
molécula llamada ADN, o sea, ácido desoxirribonucléico, que no
es más que átomos de hidrógeno, carbono, nitrógeno, oxígeno,
fósforo y pocos más (los cuatro primeros constituyen el 95% de
sus componentes, que, a su vez son los componentes mayoritarios
de todo el Universo mensurable). Esta molécula tiene la
característica de que se replica a si misma y es la portadora de
la información para construir un ser vivo.
La regla de la evolución
es muy simple y no necesita una inteligencia que la guíe:
sobrevive aquella especie que deja descendencia y queda eliminada
la que no. Como continuamente se producen mutaciones en el ADN,
debido a múltiples factores (entre ellas las radiaciones
ultravioleta solares), los seres vivos que surgen, una de dos: o
se adaptan a las condiciones ambientales o no. Las que mejor se
adaptan dejan una descendencia más numerosa y, por tanto,
sobreviven. Esta regla tan sencilla (¿pero es que puede haber
otra?) "guía" la evolución sin necesidad de un Ser
Inteligente. En cualquier momento un cataclismo cósmico puede
barrer las formas de vida existentes en el planeta Tierra y más
fácilmente, las más complejas. Y vuelta a empezar. De hecho se
han producido varias "grandes extinciones" de especies.
Una de ellas fue la desaparición de los dinosaurios que
dominaron la Tierra durante 140 millones de años. Hace, 65
millones, probablemente un asteroide del tamaño de 10 km de
diámetro cayó en la zona del Yucatán y los barrió de su faz.
La evolución continuó a partir de animales muy pequeños que
sobrevivieron (mamíferos) y que ocuparon los nichos ecológicos
dejados por los dinosaurios. De una de las ramas de la evolución
de los mamíferos surgimos nosotros: el Homo Sapiens.
Este es el panorama en el
que un ateo reflexiona sobre la muerte.
La
muerte como negación
Con la perspectiva anterior la muerte no es nada. Es simplemente
la negación de la vida. Es la descomposición de las células
que forman el organismo vivo y de las moléculas complejas que
las constituyen.
Cada una de las de estas células puede vivir independientemente
si la mantenemos en las condiciones apropiadas: "cultivos in
vitro".
En la naturaleza la vida
se establece siempre que haya condiciones correctas. Un hombre,
por ejemplo, está constituido por millones y millones de
células. Para sobrevivir, unas dependen de otras: deben
funcionar bien las que constituyen los pulmones, el corazón, los
riñones o el cerebro, por poner algunos ejemplos. Si algún
sistema de estos falla, el organismo entra en crisis y se
desmoronan las condiciones de vida de cada una de las células.
Es la muerte.
Si la muerte es negación de la vida...
¿Qué
es la vida?
¡Nos acabamos de dar contra un muro! Cualquier definición de
vida hace aguas por todas partes. Tal vez sea así porque no
exista frontera clara entre lo que consideramos seres vivos o
simples minerales. De todas formas vamos a analizar varias
definiciones.
Un guasón afirmó que
"vida es una enfermedad de transmisión sexual, mortal de
necesidad".
De forma más seria Carl Sagan, científico y divulgador,
afirmó: "Un ser vivo es cualquier sistema capaz de
reproducirse, mutar y de reproducir sus mutaciones". Es una
descripción que abarca a todos seres vivos y.... ¡a los virus
informáticos! Éstos son programas que puede entrar a nuestro
ordenador a través del correo electrónico o a través de
Internet y que llevan instrucciones de enviar mensajes a todos
los que tengamos en nuestra lista de direcciones sin pedirnos
permiso. Dentro de esos mensajes se incluye a sí mismo y, de
esta forma, se reproduce a una velocidad vertiginosa. Los virus
dentro de su programación pueden contener instrucciones de
mutación. Las mutaciones que mejoren el propio virus se
reproducirán con más facilidad. En definitiva se comportan como
seres vivos pero nosotros no diríamos que lo son.
La descripción, por tanto, de Sagan no es correcta porque abarca
a cosas que no consideramos un ser vivo.
Si no podemos hacer una definición o una descripción exacta de
la vida vamos a intentar encontrar funciones exclusivas de la
vida.
El que cree que un ser
vivo es el que se mueve, deja fuera todas las semillas. Quien
afirma que crecer es lo característico de la vida, define como
ser vivo a un cristal, como el cuarzo, que crece a partir de una
estructura inicial. Para el que la vida es reproducción, incluye
a los virus informáticos, tal como hemos dicho. El que afirma,
que todo ser vivo come, metaboliza, excreta, respira y se mueve,
incluye el automóvil que hace todo eso. Si uno se atreve a decir
que ser vivo es responder a estímulos externos, incluye a mi lavadora que, al
pulsar un botón, se pone a centrifugar. En un incendio forestal
el fuego se alimenta, crece y se reproduce. No por eso lo
consideramos un ser vivo.
No tenemos una definición
de la vida ni podemos acotar sus funciones características. Nos
tenemos que conformar con una aproximación. Lo que sí que se
encuentra en todo ser vivo es una molécula muy larga que
denominamos ADN, ya nombrada más arriba. Aún así, hay
organismos con ADN como las mitocondrias o los virus que no
pueden considerarse en sí como seres vivos. No tienen autonomía
ni se reproducen por sí mismos.
El ADN es la molécula que
compone nuestros cromosomas (Fig. 1) y contiene la información
para que el ser vivo desarrolle todos sus órganos y deje
descendencia. El ADN es una molécula muy larga enrollada como
una escalera de caracol y que tiene la característica que se
replica a sí misma en ciertas condiciones. Tal como se ve en la
figura 2, cada una de las ramas se abre y toma del medio los
materiales necesarios para que, al final del proceso, salgan dos
moléculas idénticas. Ahí está el meollo de la vida, el
código donde están escritas las características del nuevo ser
vivo que se está reproduciendo.
El
problema de la conciencia
Lo que a los hombres nos ha llevado de cabeza es nuestra propia
conciencia, nuestro yo. Los ríos de tinta sobre el tema se han
desbordado. Puede parecer el punto débil del ateo o del que
explica todo el mundo mediante teorías científicas. En efecto,
esa conciencia de nuestro yo que, con tanta claridad, tenemos
cada uno de nosotros despista y da pie a la creencia de
existencia del alma, de su inmortalidad y de un Dios creador.
A pesar de que la existencia del alma no resiste ningún
experimento, ni cuando el hombre está vivo ni cuando ha muerto, se nos hace cuesta arriba
pensar que ese yo, tan claro, desaparece con la muerte sin dejar
rastro.
En todo sistema complejo el resultado de la complejidad es más
que la suma de sus componentes. Es como si, a medida que
avanzamos en la complejidad, se sumara un valor añadido que
"surge" sin explicaciones claras. La Seo es el conjunto
de piedras y ladrillos que lo forman pero el estudio de cada
ladrillo, por exacto y pormenorizado que se haga, no nos lleva a
conocer el conjunto. Cuando contemplamos la catedral es como si
fuera ladrillos y algo más. La complejidad le ha dado nuevos
valores. En el hombre (y en cualquier animal) pasa algo parecido.
Estamos construidos de moléculas; éstas forman células; éstas
se especializan en órganos y el conjunto de todos estos es el
hombre. Cada vez que ascendemos en los niveles de complejidad
"aparecen" nuevas funciones no reconocidas en elemento
constituyente. La vida que aparece en las células no se reconoce
en sus moléculas; así como un órgano (por ejemplo, el
corazón) es algo más que la suma de las células que lo
componen; y el hombre es algo más que un conjunto de órganos.
Una de las consecuencias de la elevadísima complejidad que es el
hombre es su propia conciencia. Algún autor dijo que es como un
sistema de referencia, como el aquí o el allá. El complejísimo
entramado cerebral siempre se relaciona con todo lo que le
circunda (sea exterior o del propio cuerpo) desde su sitio. Todo
lo demás que no sea el cerebro funcionando es otra cosa. En la
niñez, lentamente, va surgiendo la conciencia del yo. A base de
repeticiones se construye el complejo entramado neuronal del que
surge la conciencia de si mismo. Nuevamente de la complejidad ha
brotado algo cualitativamente diferente, el Yo.
Después
de la muerte
Lo primero que desaparece es esa conciencia del yo. En realidad
la conciencia del yo desaparece en muchas ocasiones: cuando
dormimos, por una lipotimia o por un golpe fuerte en la cabeza.
Cuando no somos conscientes es como si el yo no existiera. Al
recuperarla, gracias a la memoria, volvemos a ser quien éramos
pero si por cualquier problema la memoria nos fallara,
tendríamos que recomponer nuestro yo constantemente.
Cualquiera que tenga tratos cercanos con animales, sean
domésticos o no, sabe que, aunque no tan nítida como la
nuestra, ellos también tienen conciencia de sí mismos: marcan y
defienden "su" territorio, amamantan y protegen a
"sus" crías. Como nosotros ellos también pierden esa
conciencia tras la muerte.
La muerte, como hombres, es siempre la muerte cerebral. Hoy con
los trasplantes hay órganos que siguen funcionando en otros
cuerpos sin ningún problema. El receptor no considera que es
otro yo distinto. Es él mismo. Sabe que lleva un órgano ajeno
pero su conciencia del yo no ha cambiado. Puede ocurrir en
accidentes de tráfico, y de hecho ocurre, que haya muerte
cerebral pero no del resto del cuerpo. El yo ha desaparecido.
Todo lo anterior confirma que el yo es el cerebro en
funcionamiento. Es la "surgencia" de su complejidad.
Cuando las condiciones de
vida de las distintas células desaparecen (porque no hay aporte
de exígeno o por otras razones), todas van muriendo una tras
otra. Entran en acción otros organismos vivos (bacterias
principalmente) que van descomponiendo célula a célula
transformándolas en simples moléculas, o pasan a formar parte
de otros microorganismos. Es lo que llamamos la muerte. Los
materiales no desaparecen. Simplemente cambian de sitio o de
estructura.
Psicología
de la muerte
Todo lo arriba indicado trae sus consecuencias al momento de
valorar la muerte. Para el que piensa así, la muerte pierde toda
connotación negativa o positiva. Es la nada. Es el final de la
conciencia. Es el cero.
Vamos a imaginar una
persona muy activa con grandes proyectos, ya sean intelectuales o
materiales. Como la muerte es el cero absoluto, la total falta de
conciencia, puede esa persona vivir ilusionada hasta el último
día en plena actividad física e intelectual. Cuando la muerte
cierre su conciencia, él mismo no sabrá que se han truncado sus
aspiraciones. No habrá ni sufrimiento ni exaltación. Nada.
Cero. Es una gran ventaja. Por eso la muerte para un ateo no es
nada. No es problema.
Claro que la muerte suele
estar precedida por incapacidades, enfermedades o accidentes. Y
ahí sí que hay dolor hasta que llega la muerte. Esta se
presenta entonces como una liberación. De ahí la petición de
libertad de eutanasia, con todos los controles que se quieran,
pero libertad. La inutilidad de un dolor ante un fin
irremediable, lo aconseja. Esa libertad y esos controles de la
sociedad deben dejar vía libre a aquel que quiera terminar con
sufrimientos inútiles. No se impone la eutanasia, se elige.
Para la muerte de los
otros, de los que se quiere, el ateo debe rearmarse más,
psicológicamente hablando, que el que cree en una vida futura.
La muerte de un ser querido, para un ateo, es una pérdida total,
sin recuperación, sin esperanza de volver a reunirse. Puede
ayudar el pensar que un ser querido no desaparece del todo hasta
que llegue la propia muerte. Las experiencias comunes
compartidas, sobre todo las agradables, quedan en la memoria y
pueden ser avivadas una y otra vez mediante el recuerdo. Ese
rearme psicológico y el paso del tiempo que amortigua todo puede
ser suficiente para pasar estos malos tragos.
La
ventaja de la nada
Los creyentes en la vida futura tienen esperanza pero también
tienen dudas. "¿He cumplido completamente con los preceptos
que mis creencias me imponen para conseguir la felicidad?",
es una de las dudas que asaltan a los que así piensan. Depende
de lo escrupuloso que sea uno, esas dudas pueden ser insalvables.
Además la alternativa a la felicidad es el castigo eterno.
Según las creencias, a unos les salva las obras; a otros, la
propia fe. Nunca se está seguro si es escogido por Dios para
estar a su lado o será enviado a un eterno suplicio. La culpa
siempre anda rondando por los creyentes retorciendo sus
conciencias.
La mayoría, ante tanta incomodidad, se salta la ortodoxia y se
"fabrica" una religión para sí mismos. Creen en Dios,
pero no en sus castigos; creen en Dios pero no en su Iglesia;
creen en Dios y la Iglesia, pero no en su jerarquía; creen en
Dios, la Iglesia, su jerarquía, pero pueden explotar a sus
semejantes sin ningún escrúpulo. Hay tantas religiones como
individuos. Esto que digo es refiriéndome exclusivamente a los
creyentes en la religión católica. Si abrimos el panorama,
éste se nos presenta con matices casi infinitos: cielos
diferentes, castigos diferentes, normas diferentes, dioses
diferentes (algunos con dioses indefinidos como el budismo)...
El ateo en su muerte tiene
enfrente a la nada. Y ésta, todo hay que decirlo, es muy
cómoda.
Arturo Bosque
15 de junio de 2005