MI CANARIO SE VA DE CASA |
Por José-Luis Félez Soriano |
Alrededor de las ocho de la mañana ya se empezaba a vislumbrar
el primaveral día que íbamos a disfrutar. Bien merecido nos lo
teníamos. Más que merecido, ganado. Ha sido un invierno cruel,
por lo intenso y largo, que ha matado todo atisbo de polilla y,
lo que es peor, algún desamparado o frágil anciano. Pero éste
era un día distinto a los demás. Luz, mucha luz; y sol, mucho
sol. Clara claridad, redundancia que la hace más clara. Como
cuando decimos: un azul muy intenso. Igual. Así de clara era la
claridad y de luminosa la luminosidad. El espíritu se contagió
de esa alegría que impregnaba la atmósfera, el agua sobre el
rostro refrescaba más que muchos otros días de los pasados.
Terminé de vestirme.
Y, como todos los días, mi primer saludo alegremente
correspondido, era para Rufino, mi canario. (A mi
mujer la saludo cuando se va a trabajar, a las siete, muy
medianamente entrevista y entre sueños). Tras
juguetear un rato ambos (el canario y yo, aclaro), nos
tranquilizamos y lo llevo a la cocina, donde procedo a su
limpieza. Primero, quitar los recipientes de comida y bebida y la
bañera. Se le sopla suavemente el de la comida, para
que salten con limpieza las cáscaras del alpiste y de los
cañamones, y no se lleve ningún chasco al picar, pobrecito, y
si es preciso, rellenarla. Luego, se vacía el de la bebida, se
friega un poquito y se le vuelve a llenar. Si su canto adolece un
poco de brillantez se le echan unas gotas
vigorizantes. Si está cambiando la pluma (¡criaturas, qué mal
lo pasan!) otras distintas, que le ayudan a pasarlo y a
sobrellevarlo. Luego, se procede igual con la bañera: les gusta
el agua limpia y fresca. Lo pagan los cristales más próximos.
Le pongo un poquito de lechuga, delicioso manjar para él, y un
gajo de manzana sujetos entre los barrotes. Uno de los palitos
sobre los que se apoyan y saltan durante todo el día está
cubierto de alpiste y cañamones mezclados con miel y frutas. Le
gustan a rabiar. Y van picoteando hasta dejarlo totalmente
limpio. ¡Vaya fuerza en su pico! Por fin, todo limpio, a la
ventana, al sol y al aire fresco de la mañana. Y puro, como el
de hoy. El agradece el servicio con un breve trino y, en seguida,
a dar buena cuenta de la lechuga. Cuando está saciado, a su
obligación: cantar. Delicioso.
Y salgo de casa. Unas dos horas más tarde, vuelvo. Vivo en una zona del Actur, en Zaragoza, de espacios amplios, poblados de césped y árboles. En el momento en que iba a entrar al portal, junto a una vecina joven con su niña de unos tres años, ví que delante de mí, a unos cinco metros, había un pájarillo que piaba, pero que yo ví distinto a los populares y abundantes gorriones. Cuando iba a llamarle la atención a la niña para que lo viera, grité, entre asombrado y asustado: ¡Pero si es mi canario!. Me paré a pensar qué hacer y cómo. Pero tenía que ser rápido. El podía irse de rositas. Si me precipitaba podría empujarle al abismo. Si me lo tomaba con calma, lo podía confiar... El miraba y seguía piando. Y me lancé a por él con las manos extendidas. Negativo: se escapó de un salto. Volví a la carga: nuevo salto. No lo pude evitar: me puse a rezar a San Antón. Le pedía que, sobre todo, no saliera de la acera, que ni volara alto ni cruzara. Vamos, que se quedara a mi alcance, que yo insistiría ¡vaya si insistiría!
Mi casa hace esquina. Me interesaba que, de moverse, lo hiciera
en el sentido de la pared. La mejor manera de evitar riesgos.
Efectivamente, se portó bien. Giró con breves saltos hacia la
izquierda. Yo me iba acercando a él intentando cazarlo:
¡Con la chaqueta! ¡Quítese la chaqueta!. No,
imposible: lo chafaba, si lo alcanzaba de lleno.
Se le veía contento. Y de pronto, la gran amenaza: la puerta de
un restaurante chino que hay en los bajos, cuya puerta es una
reja. Sin perder posiciones, tenía que conseguir por todos los
medios a mi alcance que no se acercara a ella, pues si se metía
dentro (el restaurante estaba cerrado y no abriría en dos o tres
horas) el riesgo se multiplicaría en proporción inversa a mi
paciencia. De pronto se volvió hacia mí, no sé si retándome o
pidiéndome perdón, posibilidad ésta que iba tomando cuerpo en
mi mente, pues, sin motivo aparente, se puso a gorjear, no
precisamente con excesivo entusiasmo.
Tenía que tomar una definitiva decisión. Me armé de valor y me
lancé a por él. Dio un ágil brinco, apartándose de nuevo.
Reiteré mi ataque. Me pagó con la misma moneda. Por tercera vez
fui a saltar sobre él y vino la catástrofe: rodé por el suelo
con mi cuerpo y mi peso enteros. No se echaron a reir los
espectadores que se habían ido agrupando con ánimo de ver la
solución al caso quiero interpretar que por prudencia ya que la
escena era tremendamente grotesca. Menos mal. Si no, el final de
Rufino podría haber sido trágico.
Seguía con sus trinos, cada vez más confiados. Y en un momento en que él presumía ante el público mirando a todos los lados regodeándose en su canto, me armé de valor y salí disparado en plongeon pero con toda la dulzura en mis manos. ¡Y lo cacé! Cuando me volví esperando ver las caras de satisfacción del público, estábamos solos Rufino y yo. Le miré, me pió, le acerqué los labios a su pico, me picó y me venció. Quedamos tan amigos.
¿El motivo de todo esto? Culpa mía: Tras ponerle comida y limpiarlo, me dejé la puerta de su jaula abierta. ¿Qué pájaro no se va?
JOSE LUIS FELEZ SORIANO
Zaragoza, 2005