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Arturo Bosque

PUER NATUS EST…

(Apuntes sobre gregoriano)

Por José-Luis Félez Soriano

 

         Al dar inicio a estas personales opiniones respecto del canto gregoriano, he querido seguir los pasos que considero ortodoxos, poniendo en primer lugar el nombre que las ha de sustentar, para luego desarrollar el tema, aunque nada tenga que ver con el título. Pero al coincidir con la Navidad, las considero muy apropiadas. ¿Recordáis? Puer natus est nobis et filius datus est nobis cujus imperium super humerum ejus et vocabitur nomen ejus... ¿No se os hacen los oídos « huéspedes » al dejar discurrir la melodía gregoriana, tan simple, tan profunda, tan humana, tan sensible, tan alegre, tan pausada, hasta llegar al corazón? Lanzar al aire con exquisita limpieza la gravedad de la primera nota que se alza, galana, en busca de la quinta, sin golpearla, sin encorrerla ni atropellarla, poniendo en la palabra, al hacer uso de la distancia entre esas dos notas, toda la trascendencia del texto que las motiva: Pu-u-er…

 

         Creo que el gregoriano fue una parte consustancial a nuestra formación, con una parcela importantísima en el desarrollo de nuestros sentimientos, de nuestra sensibilidad; una forma distinta a otras muchas de gozar con el gozo, de alegrarnos con la alegría o dolernos si sufrimiento requería, de expresar con nuestra voz el más puro matiz, de enternecernos con su ternura, de sentir el alma apretujada cuando las notas de un inacabable melisma la zarandean, luchando por no terminar, recreándose en un AMEN infinito, compendio de todos nuestros sentires, de todas nuestras afirmaciones, a la vez que servía para alejar todos nuestros malos humores.

 

         La fe cantada, la fe gozada, la esperanza proclamada, el amor derrochado a raudales, sin ataduras, cortapisas o limitaciones. Nuestra alma castamente desnuda, el espíritu relajado y el corazón encendido.

 

         Pero ¡ay! Todo esto fue. Ya hoy no es así. Esa forma de unión con Dios que a su través nos unía a todos los hombres con el uso de una monodia dulce y cadenciosa quedó aletargada, casi en el olvido. Mera reminiscencia del pasado, ya, inivitablemente, lejano. Y, queramos o no, nuestro corazón se enfría, nuestro espíritu se altera, nuestra alma cubre su desnudez. Cuesta cantar y celebrar hoy lo mismo que cada año litúrgico repetimos incansablemente, con cantos que ciertamente van acordes con el estilo de vida actual, pero que, precisamente por eso, quedan tan lejanos de aquella quinta: Pu-u-er...

 

         Pero no nos lamentemos del todo. Vamos a intentar recordar algo de aquello…

 

         Fue en Alcorisa, en el año 1.951… Chavalines de 11 años, con la mirada limpia, los deseos inmaculados, y las ilusiones sin domesticar tan apenas incipientes, formaron unos círculos en el lugar de recreo y, siguiendo las indicaciones de un compañero que era un poco menos ignorante que los demás, (yo tuve la fortuna de teneros a merced de mis conocimientos, inevitablemente parcos, a algunos de vosotros –recordad que ingresé un año antes ¡Cuánto siento no acordarme de nadie!-) dimos inicio a la carrera a través del do, re, mi, fa, sol, del compás de tres por cuatro, del compás de compasillo… Y cuando ya supimos un poquito, poco-poco, de lo que aquello podía llegar a ser, en la capilla, bajo la experiencia de un profesor, empezaron nuestros primeros cantos en gregoriano, sin saber nada de él: misa de Angelis, Salve Regina, Tantum ergo, Pange lingua, Rorate, Adeste fideles… Y poco a poco fuimos aprendiendo a poner nuestro corazón en esos cantos que durante tanto tiempo nos acompañaron con asiduidad.

 

         ¿Recordáis las Passio Domini nostri de nuestras Semanas Santas en Alcorisa, cantadas en voz de Cristo, de Pilatos, de Pedro, de narrador…? ¿Y aquéllas “De lamentatione Jeremiae prophetae”, con aquel grito final desgarrador “Jerusalem, Jerusalem, convertere ad Dominum Deum tuum”? Aquellos Oficios, a los que asistía gente del pueblo, tenían un sabor casi monacal, tan jóvenes nosotros. Aquél recogimiento, aquellos paseos por los pasillos en silencio, porque Cristo había muerto o iba a morir. Nuestra participación en la procesión parroquial, por las calles del pueblo, nuestros cantos con voces atipladas pero llenas de un misticismo y religiosidad sinceros, sin ostentación alguna, la beca bien puesta, el bonete sujeto con los pulgares y los dedos entrelazados… Perdona a tu pueblo, Señor…, y cantábamos con ellos.

 

         Y nuestros cantos gregorianos estaban imbuídos de la convicción de que “cantar es rezar dos veces”, con toda la devoción de que era capaz nuestro corazón. Y sin querer, sin parar cuenta, ya que éramos lo suficientemente novatos como para comprender aquello, recreábamos la melodía gregoriana cumpliendo con exactitud la más primordial norma: que la melodía se basa en el texto y que hay que conocer en profundidad éste para cantar bien aquélla. Que es el texto quien está al mando de la música y no al revés, probablemente la razón por la que prácticamente sea la única música en la que la totalidad de las composiciones gregorianas son anónimas. Y ello por un motivo muy simple: porque antes de cantado, el texto era rezado y seguramente era su rezo la fuente donde el autor se inundaba de la melodía.

 

         Estoy de acuerdo en que hay que adaptarse a los tiempos modernos. ¡Pero aquellos cantos gregorianos! ¡Aquellos himnos! Stabat Mater dolorosa…, Veni Creator Spiritus…, Te Deum laudamus…, Media vita… Si hacemos un poquito de memoria, si dedicamos unos minutos a recordarlos, los volveremos a hacer presentes en nuestra mente y, sobre todo, en nuestro corazón. Y sentiremos de nuevo aquellas sensaciones que hacían saltar de gozo nuestra alma.

 

         Puer natus est nobis…

 

         Feliz Navidad con un fuerte abrazo.

 

         José-Luis Félez Soriano

         Zaragoza, Navidad 2007