El fin del superratón |
Por Arturo Bosque |
Si alguno todavía no lo sabe, fuimos invadidos por un ratón que, por los hechos que relato más adelante, era un Superratón.
Fue mi querida Catalina la que disparó la alarma. Un buen día empezó a encontrar excrementos delatores tanto en la despensa como en el cuarto de la lavadora.¡No cabía duda! ¡Habíamos sido invadidos por un ser extrafamiliar!
Ya sabéis que la función del macho entre los mamíferos es marcar en territorio y defenderlo. En nuestra casa, me corresponde. Y no es que me vaya orinando en todos los rincones para avisar que es mi terreno, no. Desde que existen las puertas y las llaves, los homínidos avanzados solemos marcarlo con ellas. Los debe haber que todavía usan el método antiguo, pero no es mi caso.
Con la clara conciencia de mi obligación, planifiqué la expulsión del intruso o, en su defecto, su muerte. La estrategia era clara:
1. Confirmación de la invasión,
2. Localización del intruso,
3. Aislamiento,
4. Eliminación.
Los tres primeros puntos fueron relativamente fáciles. El mismo nos confirmaba día a día de su existencia: mordisqueó paquetes de leche, abrió un boquete en uno de harina y siguió dejando sus restos en los lugares más insospechados.
Confirmada su invasión procedimos a localizarlo. Cerramos todas las puertas. Sospechamos que su lugar predilecto era la despensa. Allí podría pasar años engordando a costa nuestra. Cati misma confirmó su localización. Daba ligeros golpecitos a una maleta y el superratón le respondía con un ras, ras.
Nos impusimos la obligación de mantener todas las puertas del pasillo del semisótano cerradas. Así dejábamos aislado al foráneo.
Como somos civilizados planeamos su eliminación con un veneno que evita la agonía. Pusimos sobrecitos en sitios que nos parecieron apropiados, pero...
Aquí viene el por qué de la fama de super. Nuestro enemigo pasaba olímpicamente del maravilloso veneno. Prefería seguir abriendo paquetes de leche, macarrones, harina..., hasta paks de vino. Creemos que para celebrar sus risas a nuestra costa. En cierta ocasión, al golpear Cati las maletas, me pareció oír una risita de cachondeo, en vez del ras, ras acostumbrado.
A grandes males, grandes remedios. Sacamos de la despensa absolutamente todo menos las botellas y botes de cristal y los cacharros de aluminio. Ni cartón, ni plástico, ni cuero, ni, por supuesto comida. Como comestible, sólo veneno.
Al tercer día fuimos con la intención de retirarlo tras encontrarlo ya envenenado. Pero... ¡estaba el tío repanchingado en un colador de aluminio!. Cuando aparecimos saltó de un brinco y se escondió debajo de la estantería por la que cabe justo una plancha de cartón. ¡Se había comido las etiquetas de las botellas de champán!
¡Se acabó la paciencia! ¡Mi fama de defensor del territorio estaba bajo mínimos! ¡Mi prurito de mamífero macho, hecho unos zorros! ¡Tenía que desafiar al intruso en feroz batalla!
Fui a Internet y me enteré de las
prácticas de caza. No me servía ni el ojeo porque no
sabía dónde camuflarme, ni el acecho porque podría
pasara varios días esperándolo inútilmente, ni el rececho
porque era un ratón invisible. Así que me decidí por la
batida.
Tomé en mis manos una escoba de esparto y mi esposa se encargó de batir el territorio con una hoja de cartón que pasaba por debajo de la estantería. En un momento dado dio un grito:
- ¡Ahí está.
Sacudí un escobazo a un rabo de ratón que salía por detrás de la estantería. Del golpe, saltaron todos los botes de cristal con un escandaloso ruido. El rabo se escondió y se hizo el silencio.
Siguió la batida. Otro grito de Cati:
- ¡Ahí, ahí.
Allí me tenéis dando escobazos a diestro y siniestro, siempre en el suelo, sin atinar, mientras el ratón iba y venía como un relámpago, volviéndose a esconder en su refugio. Cesó el ruido de cristales rebotando en las estanterías y volvió el silencio sepulcral. La tensión se mascaba en el ambiente. Cazador y presa tenían todas las alertas conectadas.
Volvió a meter Cati el cartón bajo la estantería recorriéndola toda de derecha a izquierda.
- ¡Ahí, ahí, ahí, ahí!, gritaba mientras me señalaba con el dedo un bólido gris, casi invisible, que saltaba de un sitio a otro.
La escoba caía contundente como una ametralladora dando en el suelo o en las estanterías haciendo saltar los tarros y botellas con el ruido característico del cristal al chocar con las baldas metálicas. Un golpe certero dejó como borracho al superratón que recibió seguidamente su sarta final de escobazos.
La tensión ambiental se relajó. El territorio estaba libre de intrusos. Misión cumplida.
Arturo Bosque
21 de marzo de 2005